Ayer por la mañana Madame Caprichitos comenzó
tímidamente a armar una lista de antojos
por cumplir, que pudo tachar completa
incluso antes de terminar de redactarla.
Dice la leyenda que pegó con cinta adhesiva en
la puerta de su habitación un letrero que
dice “estoy pero no estoy”. Nunca hizo las paces
con las ironías que no provinieron de sus labios.
Se entrega a un empecinamiento sin experiencia previa
convidando silencios apenas digeribles, mientras se
repite que tener esperanza no es otra cosa
que condimentar el derrotismo con la estulticia.
No es fácil hacer equilibrio sobre un desvarío
que se levanta de mal humor. Escribe
en el chat grupal más rápido de lo
que piensa, y a veces lo termina lamentando.
El aroma del mundo le susurra
un exceso de desamparo, y si
alguien le hace notar que habita lo
invariable, lo justifica reivindicando asfixias luminosas.
Cuando se instala en la antesala de
una excusa en plena combustión espontánea
prefiere abstenerse de recorrer los puntos
cardinales de lo que está por venir.
Los que opinan de ella desde afuera
parecen no comprender que una tristeza de seda
sigue siendo una tristeza, y que los escalofríos
desproporcionados se especializan en reincidir.
Madame Caprichitos intenta vadear, como puede, esa
edad en donde el futuro no deja de ser un lejano
cálculo teórico. Se intuye en medio de la niebla como
exiliada de un destino con el que nunca se amigó.
Los años van a enseñarle a Madame Caprichitos
que entre el presente y el pasado persiste
la infraestructura de lo anecdótico, y que hay
obsesiones absurdas debajo del nivel del mar que
pasan a ser conmovedoras después del segundo trago.
Pese a que su madre mil veces le ha
ordenado que baje el volumen de la música,
en su playlist de Spotify se alternan y
retumban Wos, Dua Lipa, Agapornis y Karol G.
Pero lo que nadie advierte es que
cuando se queda a solas consigo misma
sus lágrimas, muy bien logradas, descienden
alternando los colores de un arco iris en 4K.
Y es que la más deseada de
su curso solo espera a aquel
que bese cada una de sus heridas,
y prometa tachar besos y condenas.
Ya llegarán noches de primavera, emperatrices
de los encuentros más fortuitos, y
vientos que se levanten sin que
nadie venga a hablarles de propósitos.
El recuerdo de una cosquilla preadolescente
aprisionada en la trastienda del exilio de su
alma sabe bien que hay un asiento
libre muy al fondo de su buena voluntad.
Encandilada, camina por jardines transparentes
remolcando un insomnio deshabitado, como una
película proyectada sobre un vidrio, queriendo
sorber migajas de un infinito sin luz.
Madame Caprichitos habita en una casa de ocho
dormitorios, cuatro baños, pileta de fibra de seis
metros cuadrados, y sin embargo nunca tuvo otro
sitio para volver, más que a sí misma.
Los años van a enseñarle a Madame Caprichitos
que hasta el más hermético de los pesares es
sobornable recibida la oferta satisfactoria, y que no
todas las hojas son del viento desde que
los malos pensamientos apedrean a los pájaros azules.
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