El contestador automático del Neoliberalismo (Antonio Orihuela)


Si quiere control pulse distracción.

Si quiere seguridad pulse violencia.

Si quiere desmantelar los derechos sociales

y los servicios públicos pulse crisis económica.

Si quiere medidas impopulares pulse resignación.

Si quiere público pulse publicidad.

Si quiere engañar pulse sugestionar.

Si quiere inducir comportamientos pulse emotividad.

Si quiere vulgaridad pulse corazón.

Si quiere cultura pulse moda.


Si quiere privatizaciones, precariedad y flexibilidad

vuelva a pulsar crisis económica.


La operación se está procesando.

Recuerde, nuestras órdenes son sus deseos.

Antonio Orihuela - Estampas del Reich de los mil años (III)


Lo que ha avanzado el nazismo.

Ahora los campos de concentración no tienen alambradas,
no tienen vigilantes, ni carceleros, ni soldados,
ni barracones, ni cocinas, ni baños, ni letrinas,
por no tener no tienen ni cámara de gas.

Ahora no hay que descubrir al judío, al comunista, al maricón.
Ahora no hay que encarcelarlos, que transportarlos en trenes,
que clasificarlos, que esterilizarlos, que hacerlos desaparecer.

Ahora el campo de concentración
coincide con los límites de Europa
y las razas inferiores vienen solas,
por unos euros trabajan más y mejor
en la economía sumergida
que los viejos musulmanes,

y no hay que darles ropa, comida, barracones,
ni cocinas, ni baños, ni letrinas.

No hay que clasificarlos,
no hay que vigilarlos, no hay que dirigirlos,
no hay ni que llevarlos a la cámara de gas,

ya de eso se ocupa el desierto
y el Mediterráneo.

Hitler perdió la guerra
que el nazismo ganó para nosotros.

El adiós (Alejandro Dolina)


Despierto muy temprano todas las mañanas. La primera decisión del día es casi siempre encender mi viejo aparato de radio. A veces mis manotazos son torpes y el dial queda montado entre dos emisoras, mientras la sintonía me devuelve una parodia de la voz humana donde las palabras son sonidos ásperos de distinta duración y volumen. Con el tiempo aprendí a descifrar esos ruidajes. Aquella mañana me pareció entender que estaba sucediendo algo grave. 
Enseguida mejoré el ajuste de los controles y escuché la alarma del locutor 
—La ciudad de La Plata ha empezado a moverse y se acerca a la capital. Hacía rato que no sucedía. Siempre son complicadas las ciudades semovientes. Desde aquella primera fuga que llevó a la ciudad de Messina a cruzar el estrecho e incorporarse a Calabria, el asunto me gustaba cada vez menos. Un pueblo chico, vaya y pase. En la provincia de Buenos Aires, digamos en Villa Gesell, los muchachos suelen ir de farra al pueblo de al lado y a la madrugada regresan en Mar Azul a marcha lenta. Pero cuando se mueven ciudades grandes yo tiemblo. El ruido de las tierras circundantes quebrándose para dar paso al distrito fugitivo me aterroriza. Por suerte ahora está un poco prohibido. Esa clase de chistes ha convertido al mapa de la provincia en un rompecabezas que hay que actualizar prácticamente todos los meses. 
—La ciudad de La Plata va aumentando su velocidad. Vecinos de Quilmes preparan barricadas para impedir o demorar el avance. 
Tal vez en otra ocasión la noticia no me hubiera importado tanto. Pero la noche anterior, Jimena, mi novia, me había dejado y yo sentía que no había muchas esperanzas de que regresara. Ella vivía en La Plata. La llamé pero no contestó. 
—El intendente porteño informó que de un momento a otro se soltará el Distrito Federal para intentar que se desplace hacia el norte y abrir un espacio adecuado para evitar una colisión. 
Los divulgadores nos explican que estas modificaciones del paisaje ocurrieron siempre. Todos recordamos los viejos mapamundis geológicos que mostraban la Tierra tal como era hace millones de años con su continente principal, la Pangea, concentrados los perfiles y amontonadas las regiones como perejil en maceta. 
Pero aquellas transformaciones sucedían lentamente. Para que surgiera una isla de tercer orden había que esperar centenares de miles de años. Ahora, todo es vertiginoso. 
—El gobernador de la provincia informó que se está trabajando en forma mancomunada para evitar inconvenientes a la población. 
Jimena llamó a media mañana. Me dijo que tenía que ir al centro y pensaba aprovechar el acontecimiento para ahorrarse el tren. Yo le dije que fuera prudente y que lo mejor era ganar las calles de las orillas de La Plata, como las del barrio del Mondongo y abandonar la ciudad en pueblos fáciles o en campo abierto. Le dije que la quería. 
Espantado recordé la trágica excursión de la Isla de los Perros en Londres, que salió disparada hacia el estuario y fue hallada meses después, desierta y barrida por las olas del Atlántico. 
—La Plata pasó por Quilmes hace unos minutos y ya está a las puertas de la Capital Federal. Nuestro corresponsal (en La Plata justamente) nos informa que en los vaivenes de la marcha la localidad de Bernal ha quedado incorporada a la ciudad de las diagonales. Circuló asimismo la información de que están procurando bajar la velocidad y girar un poco el casco platense para ver si se puede atracarlo de culata. 
Mi novia me llamó varias veces, quiso tranquilizarme pero así como descifro las cacofonías de la señal de radio, también comprendo las inflexiones del miedo en su voz. 
Empecé a escuchar el estruendo telúrico. Buenos Aires ya viajaba hacia el norte. Jimena volvió a llamar y me dijo que no entendía de qué manera se iba a producir la colisión y dónde demonios terminaría su viaje. Yo me ofrecí a ir a buscarla allí donde La Plata fijara su nueva ubicación. Me dijo que La Plata era grande y que yo estaba muy tranquilo en mi casa y otros reproches retóricos. 
Me asomé a la ventana de mi pequeño departamento en el Paseo Colón y vi al Riachuelo ensancharse. Más allá, como un monstruo chato de cemento al galope, La Plata. 
Finalmente no hubo choque. Gracias al movimiento de Buenos Aires, el coloso platense pasó raspando La Boca. Después Buenos Aires se detuvo. Ahora queda pasando el Tigre.
La Plata siguió por el río y después por el mar. Jimena llamó varias veces. Me dijo que había tratado de saludarme al pasar pero no pudo. También me dijo que me quería. Al cabo de unas horas ya no pudimos comunicarnos. Veinte días después un barco noruego creyó avistar la ciudad en el Mar Báltico. La noticia fue desmentida. En verdad se trataba del pueblo de Longues-sur-Mer desprendido hacía una semana de las costas de Normandía. 
El amor es así, como las ciudades: hoy está aquí y mañana no está.

Un poema de Antonio Santos Barranca


Se fueron todos a celebrar
el acontecimiento
a un restaurante caro.
Ella con su amante,
él con la suya
que había sido la esposa del otro
como la que antes lo fue de él
había sido compañera del tercero
cuya pareja era amante de todos.
Pidieron ostras, caviar y el plato más famoso
del cocinero de la fugaz moda,
bebieron el mejor champán
y se hartaron de vino,
y a la hora de pagar la cuenta
uno quiso ser más,
otro imaginó que en la comida
se compraba una novia,
el otro se sintió disminuido,
todos quisieron ser el más,
el que pagaba la compra de amante
más valiosa,
el vencedor de las transacciones,
y discutieron alzando la voz.
Cada uno gritó
¡más champan y más copas!,
todos bebieron más,
y al terminar
estaban ebrios
de alcohol y de estupidez.
Cada mujer amante de cualquiera
se levantó para ir al servicio de damas
y cuando corrigieron el rímel y el retoque
de los labios
se marcharon las tres.
Los negociadores
de la mercancía
seguían bebiendo vino y copas
discutiendo quién pagaba la cuenta y los cafés
de mujeres más libres que ellos mismos.

Laura Gallego - Wekids


Lucas Laval y Alfredo García habían nacido el mismo día, tanto en el mundo real como en el virtual. Justo es decir, sin embargo, que los padres de Lucas fueron más rápidos a la hora de abrir un perfil para su hijo en WeKids.

—¿No te parece un poco… precipitado? —le preguntó Emma Laval a su marido.

Ella estaba todavía en cama, recuperándose del esfuerzo del parto, mientras su bebé mamaba con fruición, pero Oscar Laval parecía más concentrado en teclear furiosamente en su terminal. Hizo sin embargo una breve pausa para responder a su esposa:

—Ya lo hemos hablado antes, cariño. Cuanto antes empiece, más oportunidades tendrá en el futuro.

—Lo sé, pero… Lucas solo tiene tres horas de vida.

—Y son horas que hemos perdido. Desde el mismo momento de su nacimiento, todos los niños pueden obtener un espacio en WeKids. Lo dicen las normas.

Emma no dudaba de sus palabras. Habían tomado aquella decisión en el segundo trimestre del embarazo, y Oscar había tenido tiempo de sobra para aprenderse las condiciones de uso de WeKids.

La idea había empezado a rondarle por la cabeza un par de años atrás, durante una reunión de amigos en la que una pareja comentó con orgullo que habían creado un perfil para su hija Naomi con motivo de su primer cumpleaños.

—Pero ¿ya navega por internet? —había preguntado Oscar, con una ingenuidad que le había granjeado las carcajadas de la mayoría de los asistentes.

—Claro que no; nosotros actualizaremos su perfil hasta que tenga edad de hacerlo por sí misma.

—Yo creía que en WeKids no estaba permitido que se registrasen adultos —comentó alguien, y Oscar se sintió aliviado al comprobar que no era el único que ignoraba los entresijos de la red social infantil más popular del mundo.

Este último hecho, al menos, sí lo conocía. Sabía que WeKids había nacido como espacio virtual seguro para los niños, que de este modo podían disfrutar de las ventajas de internet y hacer amigos de todos los rincones del planeta en un entorno completamente protegido y adaptado a sus necesidades. Según las últimas estadísticas, el setenta y nueve por ciento de los usuarios de entre diez y quince años tenían un perfil en WeKids. Los responsables de la página eran muy conscientes de lo frágil y valioso que era lo que tenían entre manos, por lo que sus férreas normas y condiciones de uso se cumplían a rajatabla. En WeKids estaban totalmente prohibidos los contenidos inapropiados, y los moderadores patrullaban la red sin descanso para asegurarse de que nadie molestaba a los niños en su oasis virtual. Los perfiles estaban asegurados con contraseñas que utilizaban patrones biométricos, de modo que nadie podía usurpar la identidad de un usuario y, además, el propio sistema impedía el registro a todos los mayores de quince años; aquellos que lo habían intentado habían sido denunciados, juzgados y condenados a duras penas de prisión. Oscar recordaba los juicios a los primeros «corruptores» de WeKids, porque habían sido muy sonados. La justicia había apoyado sin reservas a los responsables de la web, creando un precedente que nadie había osado contradecir desde entonces. Porque había que proteger a los niños a toda costa y, dado que esta premisa estaba fuera de toda duda, otorgaba a WeKids un poder del que ninguna otra red había disfrutado hasta el momento. Mientras ellos siguieran defendiendo ferozmente a sus usuarios, como habían hecho siempre, y millones de padres pudieran respirar tranquilos, las autoridades estarían de su parte.

Todo esto era público y notorio; poca gente quedaba que, a aquellas alturas, no estuviera al tanto de la primera verdad fundamental sobre WeKids: era total y exclusivamente para niños. Los adultos podían mirar, podían navegar por sus páginas y perfiles, pero no tenían posibilidad de intervenir de ninguna manera, de publicar contenidos ni de establecer contacto alguno con los usuarios.

De modo que la idea de que unos padres pudieran abrir un perfil para su hija de un año resultaba, cuando menos, novedosa.

—Está permitido —explicaron ellos—, siempre que nos atengamos a las normas y condiciones de uso y solo publiquemos contenidos relacionados con Naomi: fotos, vídeos, sus primeros dibujos… ese tipo de cosas. —La madre de la criatura resplandecía de satisfacción mientras hablaba de la presentación de su hija en la sociedad virtual—. No puede aparecer ninguna imagen nuestra en el perfil, ni la de ningún otro adulto, y por supuesto hemos de ceder su control a Naomi cuando cumpla siete años. Hasta entonces, la red permite que uno de sus progenitores actualice su página por ella. Y ya hemos registrado mis datos biométricos para que los asocien a su cuenta.

Parecía que los padres de Naomi estaban esperando que los felicitaran por ello, de modo que sus amigos cumplieron con el ritual, algunos más entusiastas, otros todavía desconcertados.

—Pero esa red es de pago, ¿no? —preguntó uno de ellos, con cierto disgusto.

El padre de Naomi le quitó importancia al asunto con un gesto.

—Es una cantidad ridícula al mes, casi simbólica —explicó—, y vale la pena. Pensad que WeKids es un espacio cien por cien libre de publicidad, así que ha de financiarse de alguna manera.

Oscar Laval no había hecho más preguntas. Pero siguió dándole vueltas a la conversación, preguntándose para qué querría un bebé como Naomi tener una cuenta en WeKids. Con el tiempo se enteró de que había muchos padres que registraban a sus retoños a muy temprana edad, algunos incluso nada más nacer. Parecía poco probable que hicieran amigos; no obstante, para su sorpresa, Oscar descubrió que las páginas de bebés tenían muchos seguidores, sobre todo entre las niñas preadolescentes; a medida que iban creciendo y sus padres compartían sus pequeños logros con el mundo, los bebés podían ganar más y más seguidores, hasta el punto de que una gestión eficaz e inteligente del perfil podía convertir al pequeño en una celebridad incluso antes de que él mismo tomase las riendas de su propia cuenta.

Porque esta era la segunda verdad fundamental acerca de WeKids: tu futuro como adulto dependía de lo que hubieses hecho de niño. Y gran parte de la vida de los niños discurría en su pequeño y perfecto mundo virtual, repleto de juegos, entretenimiento, diversión y, sobre todo, amigos, muchos amigos. Cuantos más, mejor.

Oscar no había crecido con WeKids, pero era muy consciente del poder de las redes sociales. Gracias a ellas había conocido a su mujer, Emma.

Ella era azafata en una compañía de aviación, y tenía por costumbre publicar en su perfil fotografías de todos los lugares que visitaba. Las fotos eran bonitas y la chica parecía simpática, de modo que tenía bastantes seguidores. No como una celebridad, naturalmente; pero sí contaba con algunos más que una persona corriente.

Oscar no destacaba en nada en particular. Había sacado buenas calificaciones en sus estudios, pero no había prestado atención a la importancia de las relaciones sociales. Tenía amigos; no muchos, pero buenos, y con eso le había bastado. O al menos eso había creído, hasta que trató de acceder al mercado laboral. Los responsables de recursos humanos de las empresas a las que acudía apenas echaban un vistazo a su currículum, que contaba con dos ingenierías, un máster y varios cursillos de especialización. Se limitaban a acceder a sus perfiles en las redes sociales y torcían el gesto al anotar en su ficha su número de seguidores. Una tras otra, todas sus solicitudes eran rechazadas.

Por fin le ofrecieron un puesto como técnico en una empresa que fabricaba tornillos y otros suministros similares, y lo aceptó sin dudar. Era un trabajo que estaba muy por debajo de su cualificación profesional, pero no se sentía frustrado por ello; su búsqueda había sido tan larga y angustiosa que agradecía profundamente aquella oportunidad.

Pero había aprendido la lección. Comenzó a actualizar sus perfiles más a menudo y trató de obtener más seguidores. No obstante, él no era un hombre ocurrente o especialmente comunicativo. Tampoco se sentía cómodo entre las multitudes, y en el fondo lamentaba tener que sacrificar parte del tiempo que dedicaba a sus viejos amigos de siempre para tratar de llamar la atención de una horda de desconocidos virtuales.

Pero era el tiempo que le había tocado vivir, y no tenía más opción que asumirlo.

Finalmente descubrió que podía sacar partido a algo que sus amigos siempre habían considerado una excentricidad.

A Oscar le gustaba coleccionar datos curiosos desde que era pequeño. La mayoría de ellos no tenían ninguna utilidad; solo era información que se acumulaba en su cerebro y que, por alguna razón, era capaz de recordar durante años. La gente de su entorno dejaba de prestar atención cuando a Oscar se le escapaba un «¿Sabías que…?», por lo que él terminó por guardarse sus curiosidades para sí mismo.

Años después, sentado ante la pantalla de su terminal portátil, preguntándose desesperadamente qué podía aportar a aquel perfil para que resultara interesante, escribió: «¿Sabías que el dedo meñique del pie es un vestigio de cuando éramos primates y trepábamos a los árboles, pero ya no tiene ninguna utilidad para nosotros?». Lo releyó un par de veces, le pareció una soberana tontería y pensó en borrarlo. Pero, por alguna razón, lo dejó allí.

Para su sorpresa, al día siguiente su «curiosidad» había obtenido nueve votos positivos, y su perfil tenía dos seguidores más. No era gran cosa en la selva de la red, pero para un hombre gris como él suponía un paso de gigante. Entusiasmado, escribió: «¿Sabías que el escarabajo Hércules (Dynastes hercules) es capaz de levantar 850 veces su peso, lo que equivaldría a unos 52 000 kg para un hombre adulto?». Trece votos positivos y otro seguidor. «¿Sabías que, hace cuatro millones de años, nuestro planeta tenía dos lunas?». Diez votos positivos y un incremento de tres seguidores.

Tras un par de semanas de curiosidades diarias, su perfil había alcanzado los setenta y cuatro seguidores y empezaba a recibir algunos comentarios entusiastas. No tardó en conocer a otros usuarios aficionados a las curiosidades, registrarse en grupos especializados y compartir con ellos algunos de aquellos «datos inútiles» que ya no lo parecían tanto.

Su renovado perfil no lo convirtió en una celebridad virtual, pero lo ayudó a encontrar su sitio en la red. En el trabajo lo nombraron responsable de planta porque, según le dijo su superior, había demostrado que era capaz de aprender a relacionarse con los demás de un modo más abierto y creativo.

No obstante, su cuenta nunca llegó a superar los doscientos seguidores. Era una cifra con la que Oscar se sentía cómodo, porque sabía que, si bien los usuarios interesados en las curiosidades no eran muchos, existían, y él era muy consciente de que esa era la razón por la que se habían suscrito a su perfil. Pronto aprendió que, mientras siguiera suministrándoles una curiosidad diaria, sus seguidores le serían leales. A veces perdía uno o dos, o ganaba otros tantos, pero por lo general la cifra se mantenía estable.

Por algún motivo que no era capaz de recordar, un día llegó al perfil de Emma. Vio su imagen allí, radiante y preciosa, sonriendo ante el edificio de la Ópera de Sidney bañado por la luz dorada del ocaso… y no pudo resistirse. Entre las decenas de comentarios de sus seguidores, Oscar anotó simplemente: «¿Sabías que en Australia se hablan 27 lenguas aborígenes?».

No obtuvo respuesta. Pese a ello, días después le dejó el siguiente comentario bajo su foto ante el Gran Palacio de Bangkok: «¿Sabías que la vestimenta del Buda Esmeralda se cambia tres veces al año: en verano, en invierno y en la estación de lluvias?». Una semana más tarde, Emma se fotografiaba a la orilla del lago Baikal, y Oscar le escribió: «¿Sabías que la mayoría de las más de dos mil especies animales y vegetales que habitan en el lago no se encuentran en ningún otro lugar del mundo?». Tres días después, ante el Ponte Vecchio de Florencia: «¿Sabías que durante la Edad Media el puente estaba ocupado por diversos puestos de carniceros y curtidores, pero el pestazo era tan insoportable que acabaron sustituyéndolos por joyerías y orfebrerías?». En esta ocasión, Emma respondió a su comentario con un simple emoticono sonriente. Y el corazón de Oscar brincó un instante en su pecho.

Se hizo seguidor de su página y se acostumbró a regalarle una curiosidad para cada foto que ella publicaba. Emma respondía a veces («¿En serio?», «¡No, no lo sabía!», «Vaya, es impresionante»), y por fin, un mes después, Oscar bailó de alegría sobre su silla al ver el nombre de ella en su lista de nuevos seguidores.

Nueve años después, ya casado con su admirada azafata y pensando en tener descendencia, Oscar reflexionaba sobre la precocidad de la pequeña Naomi, la enorme influencia que las relaciones virtuales habían ejercido en su vida y la forma en que determinarían el futuro de sus propios hijos. Si todo el mundo estaba en las redes, era lógico pensar que, cuanto antes se familiarizaran los niños con ellas, mejores oportunidades tendrían. Y, naturalmente, todo comenzaba en WeKids. Era obvio que sus hijos debían estar allí. Cuanto antes, mejor.

Costó un poco más hacérselo entender a Emma.

—Es absurdo —dijo ella en una de las innumerables discusiones que tuvieron al respecto a lo largo de su embarazo—. ¿Qué necesidad hay de abrir un perfil para un bebé que todavía no puede gestionarlo? Me parece prematuro y precipitado. Por decirlo de forma suave.

—Estás viendo el asunto desde una perspectiva anticuada, Emma —protestó Oscar—. Piensa que nosotros crecimos con las redes sociales, cuando no eran más que un juego, un entretenimiento. Lucas, en cambio, va a nacer en un mundo diferente. Las relaciones entre las personas han cambiado por completo. Lo que seas en el mundo real ya no tiene tanta importancia como lo que reflejes en tu perfil virtual. Eso es tu ventana al exterior. Cuanto más estrecha sea esa ventana, menos mundo verás. Y menos te verán a ti. No importa lo que seas capaz de hacer; si no lo saben en las redes, no ha sucedido. ¿Lo entiendes?

Emma asintió lentamente.

—Y no queremos que nuestro hijo sea invisible —concluyó Oscar con rotundidad.

Emma suspiró.

—No —admitió—. No queremos eso. De ninguna manera.

De modo que allí estaban, cuatro meses más tarde, en la habitación del hospital, un par de horas después de la llegada de su primogénito, asistiendo a otro nacimiento: el de la nueva vida virtual de Lucas Laval.

—Bien —murmuró Oscar, con los ojos clavados en la pantalla—. Allá vamos.

Confirmó la solicitud y permaneció inmóvil mientras el terminal comprobaba su identidad a través del dispositivo de reconocimiento retinal.

«Identificación correcta: Padre de Lucas Laval. Su perfil Lucas Laval ha sido creado. Bienvenido a WeKids».

Oscar sonrió, visiblemente más relajado. Seleccionó entonces la mejor fotografía de entre todas las que le había sacado al bebé hasta el momento y la publicó en la página principal. Después escribió: «Hola a todos. Soy Lucas, y soy nuevo en WeKids».

Y esperó.

No tardaron en llegar las niñas del Comité de Bienvenida. Era un grupo que se había formado tiempo atrás con el objetivo de recibir a los nuevos. Tenían su propio tablón de anuncios en el que colgaban los perfiles de los recién llegados que más les gustaban. Casi siempre se trataba de bebés. Oscar contempló, satisfecho, cómo en apenas unos minutos el perfil de Lucas alcanzaba los diecinueve seguidores y la fotografía que acababa de colgar recibía veintitrés votos positivos.

Aprovechando que el recién nacido se había dormido, le hizo más fotos y adornó su perfil con toda una galería de nuevas imágenes. Pero las niñas del Comité de Bienvenida pronto perdieron interés. Había nuevos usuarios, otros bebés a los que adorar. Por fortuna, una de ellas se compadeció del recién llegado al que olvidaría cinco minutos después y publicó un enlace a su página en el tablón de anuncios. Inmediatamente, Lucas obtuvo diecisiete seguidores más y dos docenas de votos positivos.

Y entonces llegó Alfredo.

Su perfil había aparecido en WeKids apenas media hora después que el de Lucas. También recién nacido, con sus primeras fotos en la cunita del hospital. Oscar sabía que en el pasado se había producido un debate sobre cuál debía ser el primer contenido publicado en el perfil. Esto sucedió en una época en que algunos padres colgaban en la página el vídeo del nacimiento de su hijo para compartirlo con el mundo. Se discutió ampliamente sobre si aquellos contenidos eran o no apropiados para los usuarios de WeKids. Algunos decían que las imágenes de un parto debían incluirse en la lista del material no permitido en la web; otros argumentaban que se trataba de un proceso totalmente natural que no debía ocultarse a los niños. Pero el debate acerca de si había que censurar o no los nacimientos de los nuevos usuarios se apagó por sí solo ante la evidencia de que, en realidad, los niños no estaban interesados en ver nacer a sus futuros compañeros. Cuando los padres descubrieron que los perfiles que se inauguraban con fotos de bebés durmiendo plácidamente en sus cunitas obtenían más seguidores que aquellos que mostraban el parto en vivo y en directo, simplemente dejaron de hacerlo.

El perfil de Alfredo García no era una excepción. El recién llegado era, eso sí, un bebé inusualmente adorable para tratarse de un recién nacido. Parecía simpático y bastante espabilado. Oscar accedió a su perfil casi por casualidad, para comparar el éxito de Lucas con el de otros bebés que se hubiesen registrado al mismo tiempo. Parecía que al Comité de Bienvenida le había caído bien, porque lo habían colgado en el tablón enseguida. Tenía ya sesenta y tres seguidores, y Oscar constató, no sin cierta inquietud, que Lucas aún no había llegado a los cuarenta.

Se dijo a sí mismo que no debía concederle importancia. Sabía que en WeKids los niños hacían y deshacían a capricho, que ligaban sus cuentas a otras siguiendo impulsos y rompían los vínculos con idéntica facilidad. La mitad de los seguidores de Lucas y Alfredo dejarían de serlo en pocas horas, en cuanto descubrieran otro perfil que les llamase más la atención. Porque el número de seguidores que alguien podía tener era ilimitado; pero había un máximo de cuentas a las que uno podía afiliarse. La atención era un bien valioso; si cada usuario pudiera seguir a un número infinito de perfiles, acaparar miles de seguidores no tendría ningún mérito. Y casi todos los niños de WeKids vivían siempre con la lista de suscripciones rozando el máximo permitido, por lo que cada vez que querían afiliarse a un nuevo perfil debían deshacerse de alguno antiguo que ya no les interesase.

Y esto sucedía todos los días, por lo que el reto no consistía solo en establecer una vasta red de seguidores, sino también en mantenerla; porque, con el tiempo, esos seguidores se convertirían en valiosos contactos que podían abrir muchas puertas en el mundo real.

Oscar estaba a punto de apagar el terminal para dedicarse a su hijo recién nacido cuando el perfil de Alfredo se actualizó con un nuevo vídeo. Lo visualizó con curiosidad: mostraba al pequeño Alfredo chupando de un biberón apoyado en precario equilibrio contra un lateral de su cuna. De repente, al bebé le entraba hipo, y la tetina del biberón escapaba de su boquita; los labios de Alfredo se fruncían y sus ojos bizqueaban cómicamente mientras el niño trataba de recuperar su biberón con desesperación. Por fin su boca lograba atrapar la tetina, pero el hipo le provocaba una nueva sacudida que le arrebataba otra vez el biberón. Así hasta cuatro veces en los dos minutos que duraba la grabación.

A Oscar se le escapó una risita involuntaria, y no fue el único en encontrarlo simpático: en menos de diez minutos, el vídeo había sido visualizado por trescientos cuarenta y dos usuarios diferentes, de entre los cuales trescientos veintisiete le dieron un voto positivo. El perfil del bebé ganó doscientos ochenta y nueve seguidores de golpe, superando los trescientos cincuenta y colocándose al instante en el primer puesto de la lista de recién llegados más populares. Enseguida comenzaron a llover comentarios:

«jaja, qué gracioso».

«pobre… ¡que le den ya el biberón!!!».

«xDDDDD».

«¡hip-hip-hurra!».

«jejejeje».

«¿habéis visto la cara que pone? lol».

«a ver si se va a atragantar».

«qué caña de crío».

Y esto fue solo el principio.

Nadie —y mucho menos el propio Alfredo— era entonces consciente de lo que aquello iba a implicar en la vida del niño. Muy pronto el vídeo conocido como «bebé con hipo» se convirtió en uno de los más populares de WeKids. Alfredo, a quien no tardaron en apodar cariñosamente «Freddy», pasó a tener más de cuatro mil seguidores a lo largo de la siguiente semana, algo extraordinario para tratarse de un usuario tan joven.

Los padres de Freddy podían haberlo dejado ahí. Pero también podían aprovechar aquella oportunidad… y eso fue exactamente lo que hicieron.

Unos días después, cuando el vídeo del bebé con hipo había sido visualizado, comentado y compartido tantas veces que ya casi nadie recordaba su fuente original, el perfil de Freddy se actualizó con una nueva grabación que lo mostraba regurgitando sin piedad sobre un inocente osito de peluche.

Setecientos sesenta y cuatro seguidores más.

Freddy roncando con la boca abierta y babeando sobre su mantita.

Cuatrocientos treinta y tres seguidores más.

Freddy siguiendo con expresión reconcentrada el vuelo de una mosca sobre su cunita. La mosca se posaba sobre su nariz, sobresaltándolo y haciéndolo estornudar.

Quinientos veinticinco seguidores más.

Muy pronto, todo WeKids conocía a Freddy. Sus padres, demostrando grandes dotes de planificación, comenzaron a colgar contenido en el perfil con perfecta regularidad; de este modo, con fotos, vídeos o comentarios graciosos, alimentaban el ansia de novedades de sus admiradores, los fidelizaban y los animaban a compartir sus impresiones con su red de amigos para ganar más y más seguidores cada vez.

Otros padres intentaron hacer lo mismo, pero nadie obtuvo el éxito de Freddy. Incluso Oscar Laval revoloteaba en torno a la cuna de su hijo, cámara en mano, esperando captar alguno de esos gestos hilarantes para los que Freddy parecía tener un talento natural. Pero Lucas Laval era un bebé tranquilo y poco dado al espectáculo. Parecía haber heredado de su padre —para desesperación de este— esa aura gris y anodina de la gente del montón.

Había que admitir que Freddy daba mucho más juego en todos los aspectos.

Y entonces, cuando la red estaba ya saturada de vídeos de bebés haciendo monerías, los padres del más famoso de todos ellos cambiaron de estrategia y se pasaron a los disfraces.

No eran pocos los progenitores que publicaban fotos de sus retoños con los trajes más variopintos. Pero los de Freddy comenzaron a hacerlo de forma sistemática, disfrazando al bebé cada día de una cosa diferente. Incluso llegaron a hacer semanas temáticas: animales, trajes regionales, personajes de dibujos animados… Y Freddy parecía más y más simpático y adorable en cada foto. Si con «Freddy abejita» las niñas mayores de WeKids soltaron un «¡ooooooh!», extasiado, con «Freddy osito panda» se derritieron de amor maternal.

Dado que las normas de la red social garantizaban la total confidencialidad de los datos de sus usuarios, y tampoco estaba permitido que sus progenitores los utilizaran con fines mercantilistas, nadie sabía dónde vivía Freddy, quiénes eran sus padres o cómo localizarlos. Pero hubo muchas teorías al respecto, y también en lo concerniente a los disfraces: ¿eran caseros? ¿Quién se los proporcionaba? ¿Tenían un amigo o algún familiar que se dedicaba a hacerle los trajecitos a medida? ¿Habría contactado con ellos alguna empresa del sector, decidida a sacar tajada de la popularidad del bebé, pese a las férreas medidas de protección de WeKids?

Se hicieron también innumerables listas de votaciones populares del estilo «Los diez mejores disfraces de Freddy»; se copiaron los diseños y, de nuevo, WeKids se llenó de bebés que trataban de imitarlo. Incluso Oscar Laval se atrevió a vestir a su hijo de piña tropical, pero la cosa no cuajó. La expresión seria y formal del pequeño Lucas no combinaba bien con aquel traje colorido y chillón.

Entonces Freddy cumplió seis meses, y sus padres dejaron de disfrazarlo todos los días. Aquella mañana se limitaron a anunciar en su perfil: «Hoy hace seis meses que llegué al mundo», y enlazaron de nuevo al vídeo «Bebé con hipo» que lo había hecho famoso. En la cabecera de la página, el Freddy actual sonreía, feliz.

No era gran cosa. Miles de padres habían compartido con sus seguidores efemérides semejantes.

Pero la diferencia consistía en que sus hijos no eran Freddy.

Desde aquel momento, sus admiradores asistieron emocionados a su crecimiento día a día. Sus primeras palabras, sus primeras papillas, sus primeros gateos, sus primeros pasos… A partir de su noveno mes, Freddy estuvo también acompañado por un cachorrito de perro San Bernardo que, por lo visto, atendía al nombre de Sam, tan simpático y adorable como su amo, que no tardó en tener su propio club de fans.

Para cuando Freddy cumplió un año, y mientras WeKids lo celebraba por todo lo alto y hasta los informativos televisivos se hacían eco de la noticia, Oscar Laval ya había comprendido que, si aquellas eran las reglas, su hijo jamás podría ganar en el juego de la popularidad.

—Hay que cambiar de estrategia —le dijo a Emma—. Está claro que Lucas no es como Freddy.

—Y gracias a Dios —replicó ella—. Yo creo que sus padres han convertido al pobre niño en un mono de feria.

Oscar ya conocía la opinión de su mujer al respecto, y esta era la razón por la cual nunca se había atrevido a ir demasiado lejos en sus intentos de popularizar el perfil de Lucas en WeKids.

—Pero tiene que haber algo en lo que destaque —prosiguió sin embargo, con tozudez—. Algo que lo diferencie de los demás.

—Bueno —dijo Emma—. Cada niño es único, y pienso que Lucas en concreto es muy inteligente; no necesitará aprender a hacer malabares con diez pelotas para participar en algún estúpido programa de talentos.

Oscar pensó con amargura en su propia situación, en sus dos ingenierías y su trabajo en la fábrica de tornillos. «No basta con ser inteligente», pensó. «Todo el mundo tiene que saber hasta qué punto lo eres».

—Bien —decidió—. Vamos a dejar de jugar. Vamos a hacer cosas serias.

Sabía perfectamente que las «cosas serias» nunca habían tenido demasiado éxito en WeKids. Pero todo el mundo debía aprender a jugar con las cartas que le daba la vida. Y en sus manos estaba componer la mejor jugada posible.

Y era cierto que Lucas era muy inteligente. Tardó un poco en empezar a hablar, pero cuando cumplió dos años ya se expresaba con una fluidez y un vocabulario superiores a los de la mayoría de los niños de su edad. Con paciencia, Oscar le enseñó los números y las letras hasta que el niño pudo reconocerlos y recitarlos todos sin el menor error. Entonces grabó un vídeo para mostrar al mundo lo que Lucas era capaz de hacer y lo colgó en su perfil de WeKids.

Hasta entonces, Lucas había acumulado un total de trescientos diecisiete seguidores, frente al millón y medio de la cuenta de Freddy. Tras la exhibición de sus conocimientos, llegó hasta los quinientos veinte.

Oscar juzgó que iban por buen camino.

A los tres años, Lucas ya leía con cierta facilidad. Antes de empezar la educación primaria ya sabía realizar operaciones sencillas, podía situar en el mapa todos los países del mundo y reconocer doscientos diecinueve animales diferentes.

Mientras tanto, Freddy seguía siendo simpático y acumulando seguidores. Sus padres habían dejado de colgar vídeos graciosos; a medida que el niño crecía, se iba notando su interés por mostrarlo como algo más que un payaso. Freddy era un muchachito guapo y encantador, de sonrisa deslumbrante y aspecto ideal.

Y sucedió que, si bien muchas niñas siguieron siendo leales a Freddy, la mayoría de sus seguidores masculinos perdieron su interés por él. Por otro lado, Sam, compañero inseparable de las correrías de su primera infancia, había dejado de ser un cachorro adorable para convertirse en un perro joven, sano y vigoroso. No obstante, era indudable que los cachorros adorables quedaban mejor en las fotos, por lo que a Oscar Laval no le sorprendió el hecho de que, una mañana gris de noviembre, el perfil de Freddy se actualizara con la triste noticia de que Sam había sido atropellado por una furgoneta. Los padres del niño adornaron la página con lazos negros, fotos de los tiempos más felices de la amistad entre Freddy y Sam (versión cachorro) y un sentido poema a la memoria del fiel San Bernardo.

Aquel día, el perfil de Freddy obtuvo cerca de veinte mil seguidores más.

Oscar dudaba que la noticia fuera realmente cierta (y, por el bien del pobre perro, esperaba tener razón), pero no cabía duda de que la jugada les había salido bien. Aun así, asuntos como aquel lo reafirmaban en su convicción de tratar la cuenta de su hijo de una manera diferente. Y, aunque fuera a menor escala, sus desvelos iban poco a poco dando sus frutos. No tardó en descubrir con satisfacción que muchos usuarios mayores, tanto chicos como chicas, valoraban sincera y positivamente a Lucas. «Tan pequeño y tan listo», decían. No eran demasiados; para cuando Freddy y Lucas celebraron su quinto cumpleaños en WeKids, el perfil de este último había alcanzado el millar de seguidores. Y, aunque no se acercaba ni de lejos a los dos millones de Freddy, era mucho más de lo que Oscar se había atrevido a soñar cuando inauguró la cuenta de Lucas.

El siguiente hito en las carreras virtuales de ambos niños fue la llegada de su séptimo cumpleaños. Ese día, sus padres verían automáticamente vetado su acceso a las cuentas de sus hijos, para que fuesen ellos los encargados de gestionarlas hasta que cumpliesen los quince.

En el momento en que Freddy se puso ante la pantalla para lanzar su primer mensaje al mundo, todo WeKids contuvo el aliento.

«Hola, soy Freddy», escribió; el auténtico Freddy, tal y como indicaba el icono de verificación junto a su avatar, una distinción de la que carecían las cuentas administradas por progenitores. Se mostraba un poco tímido, lo cual le hizo ganar puntos de cara a sus seguidores. «Buenos días a todos».

Inmediatamente recibió una avalancha de saludos, presentaciones e invitaciones para todo tipo de juegos, actividades y eventos. Freddy respondió educadamente uno por uno, aunque era obvio que no podría atender a todo el mundo. Después de tres horas de actividad incesante, escribió:

«Mis padres me llaman para cenar. Mañana vuelvo».

Y se desconectó.

Cientos de usuarios expresaron vehementemente su desilusión y la sensación de vacío que les había dejado la partida de su ídolo. Diez minutos después, la mayoría de ellos ya estaban entretenidos con otra cosa, pero la impresión general en WeKids era que Freddy, el verdadero Freddy, les caía bien.

Aquel día, su lista de seguidores alcanzó los tres millones de usuarios.

La llegada a la red de Lucas fue mucho más discreta.

Con siete años, Lucas Laval era un niño serio, reflexivo y muy maduro para su edad. Había dedicado buena parte de su infancia a estudiar y a aprender cosas nuevas, pero no era algo que lo molestara demasiado. Era curioso y todo le interesaba y, por otro lado, sus conocimientos lo habían catapultado dos cursos por encima del que teóricamente le correspondía. Ahora iba a cuarto de primaria cuando todos los niños de su edad seguían en segundo y, si bien algunos de sus compañeros de clase no lo soportaban, en general estaba satisfecho en aquel curso, porque los contenidos se ajustaban mejor a su nivel.

Conocía la existencia de su perfil en WeKids. Había visto a Oscar actualizándolo en muchas ocasiones, y a menudo colaboraba también en la selección de contenidos de la página. Sin embargo en aquel mismo instante, ante el terminal, dueño de su yo virtual por primera vez en su vida, se mostró dubitativo y alzó la cabeza para mirar a su padre.

—¿Y ahora qué pongo, papá?

Oscar había pensado mucho en ello. Había considerado la posibilidad de colgar un vídeo de su hijo dirigiéndose a sus seguidores, pero eso lo habían hecho en otras ocasiones y, de todos modos, Lucas no quedaba especialmente bien en pantalla. Había compuesto mentalmente multitud de discursos de presentación que al final acababa desechando por parecerle fríos y artificiosos. Y había llegado a la única conclusión posible:

—Lo que tú quieras, hijo. Ahora eres tú de verdad.

Y esto fue exactamente lo que Lucas escribió:

«Hola a todos. Ahora soy yo de verdad».

Docenas de usuarios lo saludaron con palabras cariñosas, y Lucas sintió una cálida emoción por dentro. Respondió a sus seguidores, un poco torpemente al principio, con mayor soltura después. Algunos de ellos eran compañeros del colegio, y Lucas se apresuró a añadirlos a su lista de amigos, encantado.

Y entonces alguien le preguntó:

«Hey, Lucas, tú que lo sabes todo: ¿cuáles son las partes del aparato respiratorio?».

—¿Contesto a esto? —le preguntó a su padre—. Es verdad que lo sé.

Oscar estuvo a punto de decirle que él no tenía por qué hacerle los deberes a nadie —porque obviamente era eso lo que pretendía el preguntón—, pero de pronto cambió de idea. Después de todo, se trataba de hacer amigos, ¿no?

—Claro, hijo, responde.

Lucas contestó de memoria, sin necesidad de consultar sus libros de texto. El otro chico le dio las gracias efusivamente y, para su sorpresa, de pronto empezaron a lloverle peticiones semejantes:

«¿Cómo se escribe 2367 en números romanos?».

«No entiendo la diferencia entre un diptongo y un hiato».

«Si tengo 1636 huevos y los pongo en cajas de dos docenas, ¿cuántas cajas completo?».

«¿Cuáles son las características del clima continental?».

«¿Cómo se dice “Lucas piensa que Freddy es tonto” en alemán?».

Oscar Laval dejó escapar una carcajada al leer esta última intervención. Lucas lo miró, intrigado.

—¿Quién es Freddy? —preguntó.

—Ya lo descubrirás.

Había asuntos más urgentes de los que ocuparse, como, por ejemplo, qué hacer con la avalancha de dudas académicas que estaba recibiendo Lucas. Esto era algo que Oscar no había previsto, y reflexionó un rato sobre ello mientras su hijo chateaba con sus seguidores.

Estaba claro que no podría resolver las dudas de todo el mundo y además, por muy inteligente que fuera Lucas, había algunas que quedaban claramente por encima de su nivel. Por otro lado, existía una línea muy difusa entre ser amable y ser un pringado.

—Anda, esto es interesante —dijo de pronto Lucas, con la mirada fija en la pantalla—. Creo que lo hemos visto en clase, pero no de esta manera.

Toqueteó el terminal para acceder a sus textos escolares. Mientras lo hacía, Oscar comprendió lo que había que hacer.

—Escucha, Lucas —le dijo—. No vas a poder contestar a todas esas preguntas, ¿verdad? Y tampoco queremos que pases las tardes delante del terminal, haciendo los deberes de otros.

—Entonces ¿les digo que no me manden más preguntas? —quiso saber él, dubitativo. Parecía algo decepcionado.

—No, deja que lo hagan. Pero serás tú quien decida cuáles vas a responder. —Oscar sonreía ampliamente, encantado con su idea—. Mira, les dices que, de momento, tus padres solo te permiten estar dos horas al día en WeKids. Que de seis a siete elegirás las dudas que quieras resolver y responderás a lo que te dé tiempo en ese margen. Y a los que no puedas atender, que se busquen la vida.

—Pero algunos se enfadarán…

—Que se enfaden. Si se ponen desagradables, los bloqueas y punto. Lo importante es que contestes solo a lo que quieras contestar. Y que disfrutes haciéndolo.

Lucas asintió, pensativo.

—Pero… tú has dicho que estaría dos horas al día. ¿Qué voy a hacer de siete a ocho?

—Lo que quieras, hijo. Diviértete, haz amigos, juega o estudia, si lo prefieres. Pero no hagas los deberes de otros en tu tiempo libre. Si te exigen que sigas respondiendo dudas más allá de las siete, les dices que tus padres te lo hemos prohibido, y ya está.

No todos los seguidores de Lucas aceptaron las nuevas normas de buen grado. El perfil del niño perdió cerca de doscientos usuarios las primeras horas después del anuncio, pero a Oscar no le preocupó. Estaba seguro de que los recuperarían con el tiempo.

Y así fue. Lucas dedicaba una hora al día a resolver los problemas escolares que consideraba más sugerentes. A veces le daba tiempo a contestar a cuatro o cinco usuarios; en otras ocasiones, una sola cuestión le ocupaba la hora entera. Al principio, algunos seguidores protestaban. Pero llegó un momento en que el hecho de que Lucas eligiera y respondiera a una pregunta en concreto otorgaba al usuario que la había formulado un aura especial, como si fuera más listo que el resto. Porque sus seguidores no tardaron en comprender que Lucas no escogía las preguntas más fáciles, sino las más inteligentes e interesantes.

El resto del tiempo, Lucas lo dedicaba a explorar WeKids y a hacer amigos. No eran muchos, pero no le importaba. Tenía claro que, por muchos afiliados que acumulara su cuenta, solo unos pocos serían verdaderos amigos. Y sabía que, si algún día dejaba de responder preguntas, la mayor parte de sus seguidores dejarían de serlo.

Pese a ello, su padre insistía en que aquella lista era importante. Y por eso seguía manteniendo el ritual de atender durante una hora al día a las dudas que le planteaban.

Se corrió la voz; apenas unos meses más tarde, Lucas Laval tenía doce mil seguidores en WeKids. Cada vez que se conectaba, siempre puntual, a las seis de la tarde, lo recibía un torrente de peticiones. Lucas había aprendido a no dejarse intimidar por ello. Sus ojos paseaban por la pantalla, desechando automáticamente todas las preguntas que podían resolverse con una consulta a los textos académicos o tras una búsqueda en internet, y se detenían solo en las cuestiones que lo intrigaban y estimulaban su intelecto. Muchos de los usuarios que formulaban aquellas preguntas eran chicos y chicas mayores que él, y algunos de ellos llegaron, con el tiempo, a pasar a formar parte de su lista privada de amigos, que —a diferencia de la de sus seguidores, que no dejaba de crecer día tras día—, era muy reducida y se mantenía estable. Con ellos solía pasar el resto de su tiempo libre, de siete a ocho de la tarde; un margen de tiempo que, por otro lado, se fue ampliando a medida que Lucas crecía. Chateaban en salas privadas, jugaban a videojuegos online o compartían experiencias, fotos, vídeos o textos interesantes. A menudo otros usuarios abordaban a Lucas con preguntas académicas fuera del tiempo establecido, y el niño rechazaba las peticiones con amabilidad, pero con firmeza. Su padre se había ocupado de aconsejarlo al respecto durante sus primeros días en la red social, cuando todo era mucho más confuso y caótico y Lucas se turbaba ante las reacciones de algunos usuarios despechados, que no encajaban bien el hecho de que su duda quedara sin resolver. Oscar le enseñó a utilizar sin remordimientos las opciones para bloquear otras cuentas o avisar a los moderadores.

—Aunque te llamen chivato, hijo —decía—. Mejor avisar a tiempo que permitir que tu espacio se convierta en una merienda de trolls.

En definitiva, Lucas se sentía a gusto en WeKids. Algunas de las cuestiones que le formulaban lo obligaban a seguir estudiando, investigando y completando la formación que recibía en el colegio. Y aún encontraba tiempo para hacer los deberes y prepararse para los exámenes.

—¿Lo ves? —señalaba su padre—. Todo es cuestión de organizarse bien y de programar un tiempo para cada actividad. ¿Sabías que tratar de hacer muchas cosas a la vez perjudica tu rendimiento y aumenta tus niveles de estrés?

Así transcurrieron varios años, a lo largo de los cuales Lucas creció y se relacionó en WeKids, y los problemas que resolvía eran cada vez más complejos. En el colegio, volvieron a cambiarlo de curso al constatar que se aburría en clase porque ya hacía tiempo que había aprendido todo lo que los profesores podían enseñarle; a los doce comenzó el bachillerato en ciencias, y le resultó extraño y desconcertante que sus nuevos compañeros de clase no tuviesen perfil en WeKids, porque ya tenían todos más de quince años.

A aquellas alturas era bastante conocido en la red social. Había quien le insultaba y se burlaba de él, pero Lucas se las había arreglado para moverse dentro de una burbuja cómoda y segura al margen de sus más de cuarenta y cinco mil seguidores. Había alcanzado tal popularidad sin pretenderlo a los nueve años, una tarde en que notó a sus seguidores un poco más alborotados que de costumbre. Supuso que aquel día se celebraría un partido de fútbol importante, o un concierto del grupo de moda, o alguno de esos eventos a los que él apenas prestaba atención porque su mente andaba ocupada con otras cuestiones, y se centró en la lista de dudas del día. La repasó por encima antes de seleccionar dos o tres que le parecieron interesantes y ponerse a trabajar en ellas. Percibía vagamente que los mensajes se sucedían más rápido de lo normal en la ventana de chat, pero estaba concentrado en su trabajo y no se detuvo a mirarlos.

Cuando el reloj marcó las siete y Lucas dio por finalizada la sesión de respuestas, todo el mundo se le echó encima.

«¡No me lo puedo creer, lo has hecho! ¡Has pasado de él!».

«Se lo tiene bien merecido, por creído».

«No es un creído. Él no tiene la culpa de tener tantos fans».

«Pues Lucas no es uno de ellos, jeje».

«¿Os imagináis la cara que se le habrá quedado? ¡Chúpate esa, Freddy!».

Lucas leía los mensajes, desconcertado.

«Pero ¿de qué estáis hablando?», escribió.

Su pregunta provocó aún más regocijo entre sus seguidores.

«¿Así que no has pasado de él a propósito? ¿De verdad no te has dado cuenta?».

«¡Tío, qué grande eres!».

Lucas terminó por comprender que entre la avalancha de consultas del día había una del famoso Freddy. Buscó su intervención en la lista de preguntas pendientes y la reconoció. En su momento se había limitado a descartarla, sin prestar atención al nombre del usuario que la formulaba.

«Lo siento, no ha sido adrede», se disculpó. «Es que la pregunta no me parecía interesante».

Nada más escribirlo comprendió que había cometido un error. Pero era tarde para rectificar. Inmediatamente, buena parte de los paneles de noticias de WeKids se actualizaron con el siguiente titular: «LUCAS LAVAL DICE QUE FREDDY NO ES INTERESANTE».

Y de pronto estalló una guerra virtual entre los fans de Freddy y los que no lo eran. El chico tenía ya tres millones y medio de seguidores, pero había muchos usuarios que no lo soportaban, quizá porque envidiaban su éxito, tal vez porque consideraban que estaba sobrevalorado y no comprendían las razones de su gran popularidad. La mayoría de ellos ignoraban la existencia de Lucas hasta aquella misma tarde; pero, cuando se enteraron de que aquel niño había menospreciado a uno de los ídolos de WeKids, lo aclamaron como a un héroe. Algunos fans de Freddy, ofendidos, dejaron de seguir a Lucas; pero cerca de seis mil usuarios más descubrieron su perfil aquella tarde y se vincularon a él.

Al otro lado de la pantalla, Lucas asistía aterrorizado a aquella pequeña revolución. Oscar lo notó.

—¿Qué pasa, hijo?

—Pues… —Lucas vaciló—. Resulta que Freddy me ha hecho una pregunta y yo no la he respondido. Es que no me he dado cuenta de que era él, papá —se justificó—. Y, además, era una chorrada de pregunta —añadió, tras un instante de reflexión.

Oscar Laval no respondió, pero su hijo sorprendió una sonrisita en su rostro, habitualmente serio.

—¿Qué hago? —preguntó—. ¿Le contesto ahora, aunque sea fuera de tiempo?

—¿Por ser él? —Oscar sacudió la cabeza—. Ni hablar. Si algún día te plantea una duda que te apetezca contestar, lo haces. Mientras tanto, tú como si fuera Perico de los Palotes. Además, ¿qué ha hecho ese tal Freddy para ser tan famoso?

Era una pregunta retórica, porque Oscar conocía la respuesta perfectamente y podía formularla en tres palabras: «Bebé con hipo». Pero Lucas, que ignoraba los detalles de la trayectoria de Freddy, caviló la respuesta que debía darle.

—Pues no lo sé —confesó al fin.

De modo que dedicó el resto del rato a navegar por WeKids en busca de información sobre Freddy. Encontró su perfil y dudó sobre si seguirlo o no, pero finalmente decidió que no lo haría. Le sorprendió descubrir que habían nacido el mismo día y sus padres los habían registrado en WeKids con solo media hora de diferencia.

Sin embargo, no podían ser más distintos. Freddy tenía millones de amigos, literalmente. Era guapo, simpático y divertido, y todo el mundo lo quería. Y, no obstante…

«¿Qué ha hecho ese tal Freddy para ser tan famoso?».

La pregunta de su padre reverberaba en su mente. Contempló las últimas fotos de Freddy en el perfil, pensativo. Lo cierto era que no lo envidiaba, pero se trataba de un asunto que le intrigaba y desconcertaba. Freddy no hacía nada para merecer tal adoración; y, no obstante, Lucas era consciente de que él mismo no podría obtener los mismos resultados por mucho que se esforzara.

«Pero yo puedo aportar mucho más al mundo», se dijo. «Algo más aparte de responder a las dudas de otras personas».

Siguió reflexionando sobre el tema y, apenas unas semanas después, ya superada la tormenta «Freddy-no-es-interesante», vio la luz su primer proyecto científico online, que llamó «WeXperiment». Comenzó como algo casi espontáneo, y consistía en el desarrollo de una duda que le habían formulado tiempo atrás. Se hizo con un globo y una garrafa de plástico vacía y se colocó frente a la cámara del terminal, colorado como una cereza y con el corazón latiéndole con fuerza.

—Bu-buenos días —tartamudeó—. Hoy vamos a hablar de la presión atmosférica.

A medida que iba avanzando en su exposición, que se planteaba al principio como un truco de magia para terminar convirtiéndose en una sencilla explicación científica, adquiría seguridad y confianza en sí mismo. Cuando terminó de grabar el vídeo, lo publicó en su perfil.

Tuvo un gran éxito entre sus seguidores, que lo compartieron rápidamente con sus contactos y le pidieron más.

Lucas no había planeado aquello; no tenía más vídeos que mostrarles y, además, se tardaba un tiempo en prepararlos. Y, por otro lado, se sentía cómodo con su rutina semanal y no quería cambiarla. Así que tomó una decisión y publicó un anuncio en su perfil: «Con todos vosotros, WeXperiment. ¡Nos veremos el próximo sábado!».

En las semanas sucesivas, Lucas mostró a sus seguidores cómo hacer humo con hielo seco, construir un volcán submarino, provocar lluvia en casa, cultivar bacterias en un tarro o cargar una batería con una ristra de limones. Sus vídeos fueron visualizados, comentados y compartidos cientos de veces, y fue así, poco a poco, ganando más y más seguidores con cada entrega de WeXperiment. Su popularidad era modesta en comparación con la de usuarios como Freddy, naturalmente, puesto que no a todo el mundo le interesaba la ciencia. Pero aumentaba poco a poco, y empezaba a ser reconocida fuera de las fronteras de WeKids. Apenas habían pasado cinco meses desde el primer experimento cuando la revista de ciencia para niños más popular de la red publicó un artículo sobre su caso; tiempo después, Lucas recibió un premio a su labor divulgativa de nivel nacional. Para el tercer aniversario de WeXperiment lo entrevistaron en los informativos, y ese día su perfil superó los ochenta mil seguidores.

Lucas y Freddy cumplieron catorce años en WeKids sin haber cruzado una sola palabra. Sabían de la existencia del otro, naturalmente, pero procuraban evitarse e ignorarse mutuamente. A Lucas no le resultaba difícil, puesto que Freddy revolucionaba todos los espacios virtuales por los que aparecía su avatar, ya fueran salas de juegos, de chat o de intercambios, de modo que no tenía más que evitar los lugares en los que parecía haber una inusual aglomeración de usuarios. Freddy, por su parte, no había hablado jamás de WeXperiment, de Lucas ni de la ignominiosa tarde en que este había manifestado en público que su pregunta no le parecía interesante. Ninguno de los dos era seguidor del perfil del otro, pero se controlaban mutuamente, a distancia y de reojo.

Y probablemente habrían continuado así hasta llegar a los quince años y abandonar su oasis virtual para siempre. Pero fue entonces cuando los medios anunciaron que pronto se celebraría el vigésimo aniversario de la fundación de WeKids. Pocas redes sociales podían presumir de haber sobrevivido durante tanto tiempo en el vertiginoso mundo virtual; WeKids seguía siendo, además, líder indiscutible del entretenimiento infantil en red, con casi treinta millones de usuarios activos y con sus protecciones internas intactas e inexpugnables, lo que hacía que cada día más padres le confiasen las horas de ocio de sus hijos. Y querían festejarlo convocando un nuevo programa de televisión para homenajear a los usuarios que cumplieran quince años y se vieran, por tanto, obligados a despedirse para siempre de su hogar virtual. El espacio tendría una periodicidad mensual y se llamaría Quince a los Quince. Su contenido lo desarrollarían los propios usuarios: cada programa estaría dividido en cuatro segmentos de quince minutos que protagonizarían chicos y chicas que cumpliesen quince años en aquel mismo mes. El sistema de selección era muy sencillo: los cuatro perfiles que más seguidores tuvieran, los más conocidos, los más populares, en definitiva… tendrían su espacio en Quince a los Quince: un cuarto de hora para mostrarse al mundo en directo, en el canal que más suscriptores tenía y en horario de máxima audiencia. Una oportunidad para darse a conocer y brillar como una estrella. Los quince minutos de fama con los que todo el mundo sueña. ¿Qué mejor regalo de cumpleaños para los nuevos quinceañeros de WeKids? Además, los ganadores de cada programa, aquellos que más votos positivos consiguieran tras su intervención, participarían en la Gala Súper Quince que se celebraría la noche de fin de año, y en la que competirían entre sí por ser el más popular de los quinceañeros de su promoción. El vencedor obtendría un suculento premio en metálico y abandonaría la red social de su infancia con un equipaje valiosísimo: un canal propio que emitiría las veinticuatro horas del día para llenarlo de los contenidos que quisiera, y que le pertenecería en exclusiva durante un período mínimo de un año, con posibilidad de renovación dependiendo de los índices de audiencia que alcanzara. Un canal era mucho mejor que un perfil en una red social; podía ser incluido en los paquetes temáticos de otras plataformas más importantes; podía incorporar publicidad y obtener patrocinadores en función del número y características de sus seguidores; su dueño podía, en definitiva, retransmitir su propia vida en directo al resto del mundo. Gracias al programa Quince a los Quince, los usuarios de WeKids tendrían la oportunidad de entrar en el universo virtual de los adultos por la puerta grande, siendo mucho más que un perfil entre ocho mil millones.

Mientras el representante de WeKids explicaba todo esto en directo al mundo entero, Oscar y Lucas se sentían incapaces de apartar los ojos de la pantalla. Y, cuando lo hicieron, cruzaron una mirada elocuente.

Oscar había decidido que su hijo no perdería la oportunidad de ser algo más que un perfil entre ocho mil millones.

Lucas fantaseaba con su propio programa científico en televisión. Con asistir a una buena universidad en el extranjero y aprender junto a las mentes más brillantes del mundo. Con llegar a ser una de ellas en el futuro.

Era muy consciente de que había muchos jóvenes científicos que ambicionaban lo mismo que él. Pero pocas empresas estaban dispuestas a invertir en investigación, y los buenos contratos y becas escaseaban. En las últimas décadas la competitividad en aquel campo se había vuelto feroz y despiadada. La comunidad científica, reducida a una cuarta parte de lo que había sido en tiempos pasados, apenas podía permitirse la incorporación de nuevos miembros. Solo los mejores de entre los mejores podían soñar con dedicarse algún día a la investigación, y solo cuando las grandes empresas se tomaban la molestia de ampliar su plantilla de científicos.

Lucas aspiraba a ser uno de los elegidos. Y Oscar lo sabía.

—Este año cumples los quince —observó.

—Sí —respondió Lucas escuetamente.

—Habrá que preparar un buen experimento para el programa, ¿no?

Pero Lucas negó con la cabeza.

—Los experimentos son para niños, papá. —Lo dijo sin desprecio, simplemente constatando algo obvio: que WeXperiment estaba dirigido a menores de quince años. Y que él hacía ya mucho tiempo que había superado ese nivel—. Esta vez voy a hacer algo diferente —declaró, y respiró hondo antes de añadir—: Algo especial… para el mundo entero.

—¿En qué estás pensando? —quiso saber Oscar.

Los ojos de Lucas brillaban, emocionados.

—Bueno, no es algo que cualquiera pueda entender —empezó, con cierta precaución—, pero llevo un tiempo trabajando en ello. No lo he compartido en WeKids porque allí a nadie le interesaría. Pero con quince minutos tendría suficiente para mostrarlo en televisión… Y ya sé que a la mayoría de la gente le parecería aburrido, pero… si lo vieran las personas adecuadas…

—Se puede empezar a trabajar en ello —asintió Oscar, pensativo—. Podría hacer llegar algunas invitaciones a través de las redes sociales de adultos… pero… espera, espera, quizá nos estemos precipitando. ¿Seguro que podrás acceder al programa?

Lucas lo pensó.

—Elegirán los cuarenta y ocho perfiles más populares —dijo—. No estoy seguro, pero creo que entro en la lista. Aunque sea por la parte de abajo.

—No, elegirán los cuatro perfiles más populares de cada mes —lo corrigió Oscar—. Es poco probable que haya cuatro personas que cumplan los quince el mismo mes que tú y que tengan más seguidores.

—Freddy nació el mismo día que yo —hizo notar Lucas.

—Ah, es verdad. Se me había olvidado.

—¿Ya lo sabías?

Oscar sonrió con amargura mientras evocaba el día en que había inscrito a su hijo en WeKids, casi quince años atrás. La sombra del «bebé con hipo» seguía proyectándose sobre el futuro de Lucas.

Pero no valía la pena hacer conjeturas, de modo que se sentaron ante la pantalla del terminal, accedieron a WeKids, investigaron un poco e hicieron cálculos. En primer lugar, Lucas seleccionó en la lista de usuarios a todos aquellos que cumplían quince años el mismo mes que él, y después los ordenó por número de seguidores.

El primer puesto lo ocupaba, naturalmente, el incombustible Freddy con sus cuatro millones trescientos cincuenta y tres mil ochocientos cuarenta y siete seguidores.

Después, con más de tres millones, estaba Katya, su novia, que había salido del anonimato virtual al ser elegida por el famoso Freddy. Se habían conocido en WeKids, pero su romance había traspasado las fronteras de la pantalla para saltar al mundo real.

En tercer lugar, con seiscientos mil seguidores, ya lejos del «efecto Freddy», aparecía un tal Leo Xiao, un tipo que grababa vídeos parodiando escenas de películas, informativos o videojuegos, con bastante gracia y no poco descaro.

Y, por último, con unos modestos ciento veinte mil usuarios suscritos a su perfil, estaba el propio Lucas.

Padre e hijo respiraron aliviados.

—Hay que estar alerta —dijo sin embargo Oscar—. Aún quedan tres meses para vuestro cumpleaños. Puede pasar cualquier cosa…

—Por ejemplo, que Freddy corte con Katya y ella pierda el favor popular —bromeó Lucas; pero su padre estaba serio.

—Eso no va a pasar, Lucas. Al menos, no antes del programa en el que tienen que salir los dos.

—¿Y eso por qué?

—Porque Katya ha llegado hasta ahí gracias a Freddy, pero nunca podrá hacerle sombra. No es rival para él. Mientras esté en la lista de los cuatro más populares del mes, en realidad Freddy solo compite contra otras dos personas. Si rompiera con Katya, ella perdería a casi todos sus seguidores y se caería de la lista. Tú estarías el tercero, y entraría otro chico en cuarto lugar; y Freddy se enfrentaría a tres competidores, y no solo a dos.

Lucas dejó escapar una carcajada escéptica.

—Con Katya o sin ella, los demás no tenemos nada que hacer contra Freddy —hizo notar—, así que no pienso obsesionarme con eso. Además, aún tengo trabajo por delante y son solo tres meses…

Su padre lo miró de reojo.

—¿Algo bueno?

Lucas pareció incómodo.

—Bueno, es difícil de explicar. Es sobre mecánica de fluidos. Un problema muy complicado, ¿sabes?

—¿Lo has resuelto?

Por el rostro del chico se extendió una amplia sonrisa triunfal.

—Eso creo. Pero tendría que repasarlo varias veces más para estar seguro.

Oscar contempló largamente a su hijo antes de asentir.

—Bien. Me fío de ti. Pásame algo de información cuando lo tengas claro y lo moveré por las redes, ¿vale?

Lucas aceptó el reto y se puso a trabajar intensamente en su proyecto. Colgó un mensaje en su perfil de WeKids anunciando que se estaba preparando para participar en el programa Quince a los Quince, por si resultaba seleccionado, y que hasta entonces se acabarían los vídeos WeXperiment y la resolución diaria de dudas (de todas formas, hacía ya tiempo que apenas encontraba alguna que despertara su interés). Sus seguidores lo animaron y le preguntaron por su proyecto, pero él se mostró muy misterioso al respecto.

Un mes después se celebró el primer Quince a los Quince organizado por WeKids, con los quinceañeros más populares de enero. Uno de ellos pronunció un discurso; una chica cantó versiones de sus canciones favoritas; otro contó chistes, y la última tocó el violín. Era una verdadera virtuosa del instrumento, pero fue el gracioso quien obtuvo más votos y un puesto para la Gala Súper Quince.

—Sabes que esto te puede pasar a ti también, ¿verdad? —le advirtió Oscar Laval a su hijo.

—Lo sé, pero no me importa —replicó él—. La gala no me interesa tanto como que todo salga bien, y los matemáticos más importantes del mundo se enteren de lo que puedo hacer.

Oscar asintió, pensativo.

Todavía se sentía impresionado ante el hecho de que su propio hijo parecía haber resuelto uno de los siete Problemas del Milenio propuestos por el Clay Mathematics Institute casi cuatro décadas atrás. Llegaron a resolverse solo dos de ellos antes de que el CMI tuviera que ser desmantelado por falta de fondos, pero los demás permanecían insolubles, cinco enigmas matemáticos fuera del alcance de la comprensión de la mayoría de los mortales. Si Lucas decía la verdad y era capaz de demostrar uno de aquellos teoremas… se convertiría en una celebridad de quince años en el ámbito científico. Pero debía exponer sus conocimientos ante personas que fueran capaces de entenderlos.

De modo que Oscar se había encargado de buscar por las redes de contactos especializadas a los expertos en la materia. Había elaborado una lista de cincuenta personas de todo el mundo que podrían apreciar la demostración de Lucas, y tenía preparada una invitación para ver el programa en el caso de que el muchacho fuera seleccionado.

En febrero, Quince a los Quince volvió a batir récord de audiencias con otros cuatro adolescentes populares. Uno de ellos componía y cantaba rap; otra era una belleza despampanante de quince años que aspiraba a convertirse en modelo; estaba también la hija mayor de un conocido showman de las redes y, en cuarto lugar, la tricampeona del Neverland Challenge, el videojuego más popular de WeKids. Esta última presentó un proyecto revolucionario de videojuego para redes; y, aunque finalmente ganó la chica más guapa, la empresa más poderosa del sector se ofreció a patrocinar a la experta en juegos.

Marzo sería el mes en el que Freddy y otros tres quinceañeros de WeKids se mostrarían en directo ante el mundo.

Naturalmente, entrevistaron a Freddy para preguntarle al respecto. Sus datos de contacto seguían siendo secretos, al menos mientras fuese usuario de WeKids, pero era demasiado famoso; todo el mundo conocía su cara y hacía años que los medios habían averiguado dónde vivía. Hacía ya tiempo que su día a día, sus amistades, sus relaciones y sus ratos de ocio eran materia habitual de los programas de cotilleos de la red.

Desde su terminal portátil, Lucas visionó la entrevista con curiosidad. Habían abordado a Freddy por la calle, y él se había detenido para atenderlos, sonriente y seguro de sí mismo, como siempre, con el brazo en torno a los hombros de Katya.

—Bueno, Freddy, ¿estás nervioso? —le preguntó el periodista—. Ya falta muy poco para tu intervención en Quince a los Quince.

En realidad, la lista de seleccionados para el programa no se confirmaría hasta un par de días después. Pero era obvio que Freddy iba a estar en ella.

—Sí, y me hace mucha ilusión —respondió él—. Es una gran oportunidad, ya sabes.

—Freddy va a ganar —pronosticó Katya—. En el programa de marzo y también en la gala de fin de año.

—Vaya, Katya, pareces muy segura de eso —observó el periodista.

—Por supuesto —respondió ella con una amplia sonrisa—. ¿Tienes idea de cuánta gente sueña con poder ver a Freddy en su propio canal las veinticuatro horas del día, todos los días del año?

—Pero tú también participarás, ¿no es cierto? Porque los dos nacisteis en marzo.

—Sí, nos llevamos solo dos semanas y vivimos en la misma ciudad —dijo Katya, apretándose contra Freddy; parecía exudar felicidad por todos sus poros—. Qué casualidad, ¿verdad?

Lucas frunció el ceño. Estaba empezando a sospechar que aquello no tenía nada de casual.

—Entonces ¿habéis preparado algo especial para el programa? —siguió indagando el entrevistador—. ¿Tal vez algún tema nuevo?

Katya se volvió para mirar a Freddy, que seguía sonriendo, insultantemente seguro de sí mismo. Hacía unos meses que el adolescente más conocido de WeKids había desvelado su intención de dedicarse a la música. Desde su perfil podían escucharse algunas de sus canciones, que pronto se habían convertido en las más reproducidas de la red social. Sus admiradores afirmaban que era un genio precoz; sus detractores, que su música no era para tanto, y que si tenía éxito era solo porque era él quien cantaba. O eso se decía.

Freddy no había ocultado en ningún momento que aspiraba a ser fichado por AllMusic, la multinacional para la que trabajaban todos los artistas de éxito. AllMusic no se había pronunciado sobre el tema. No podría hacerlo mientras él siguiera publicando su música en WeKids, pero todo el mundo sabía que no lo dejarían escapar.

—No voy a hablar de eso todavía —respondió Freddy enigmáticamente, aún con aquella sonrisa que desbordaba confianza en sus posibilidades—. Pero os prometo que será absolutamente inolvidable.

Lucas cerró la ventana en la pantalla de su terminal, intrigado y pensativo.

En las últimas semanas había repasado sus cálculos docenas de veces para asegurarse de que eran correctos. Sabía que, de haber nacido en cualquier otro mes, su demostración matemática causaría sensación en cuanto la gente entendiera la relevancia de lo que había hecho. Pero, por azares de la vida, Freddy y él coincidirían en el mismo programa. Tendría suerte si la gente le dedicaba tan solo unas migajas de su atención.

Procuró no dejarse desanimar por ello.

Dos días más tarde, WeKids confirmó la lista de seleccionados para el siguiente programa Quince a los Quince: Alfredo García, Katya Krainova, Leo Xiao y Lucas Laval. El orden de intervención dependería de la fecha en la que se hubiese abierto su perfil en WeKids. El primero sería Leo; después, Lucas; en tercer lugar, Freddy, y por último, Katya.

Los días anteriores a la emisión del programa, los Laval trabajaron intensamente desde casa; Lucas había anunciado en su perfil que su intervención estaría relacionada con las matemáticas, y los medios de comunicación se habían hecho eco de la noticia. Pero él y sus padres no se limitarían a esperar un golpe de suerte; Oscar y Emma rastreaban la red en busca de las personalidades más reconocidas del mundo científico para hacerles llegar un mensaje en el que los invitaban a visionar el programa en el que Lucas haría su demostración. No querían desvelar de qué se trataba, pero dejaban caer suficientes pistas como para que algunos de ellos se sintiesen intrigados.

El día de la emisión del programa, WeKids reunió a los cuatro chicos en sus estudios de grabación. Los dejaron solos en la misma habitación, y Freddy y Lucas cruzaron la mirada por primera vez. Ninguno de los dos habló.

—Buena suerte, tíos —dijo Leo Xiao.

—Ya, bueno —respondió Freddy con una calmosa sonrisa—. Gracias. Lo mismo digo.

A Lucas le sudaban las manos; Katya repetía en voz baja algunas partes de su discurso y Leo daba saltitos en el sitio. Solo Freddy permanecía tranquilo, dueño por completo de la situación.

Parecía que Leo iba a hacer algún comentario, pero entonces llegó el asistente de WeKids y se lo llevó consigo, hecho un manojo de nervios.

Lucas contuvo el aliento mientras los tres chicos restantes visionaban la intervención de Leo en la pantalla del terminal que ocupaba una de las cuatro paredes de la habitación. Su actuación seguía el patrón de los vídeos que lo habían hecho popular en WeKids. Todo el mundo sabía que haría algo similar, porque él lo había dejado claro cuando le habían preguntado al respecto. Tenía muchos seguidores en WeKids porque grababa vídeos graciosos. No había más misterio, ni sabía qué otra cosa podía mostrar al mundo en sus quince minutos de gloria.

Cuando Leo acabó, su perfil apareció en pantalla para que todos pudieran ver cuántos votos positivos obtenía su intervención. Pero Lucas no pudo quedarse a ver el final del recuento, porque el asistente volvió a entrar en la sala y pronunció su nombre.

Lucas inspiró profundamente, se despidió de Freddy y Katya con un gesto y lo siguió.

Le habían preparado una pequeña sala con una pizarra táctil en la que había dejado escrito previamente el planteamiento de la ecuación que iba a demostrar. El asistente lo hizo pasar al centro de la habitación. No sonrió cuando dijo:

—Dos minutos y empezamos.

Se fue y cerró la puerta tras de sí.

Lucas se había quedado solo. Respiró hondo de nuevo para calmarse.

Había ensayado varias veces su presentación y no había tardado en darse cuenta de que en quince minutos le resultaría imposible explicar lo que iba a hacer y resolver el problema en directo, como pretendía. Presentar solo las consideraciones previas le llevaría bastante tiempo, de modo que había optado por saltárselo todo e ir directamente a la demostración. Las personas capaces de apreciar su trabajo no necesitarían explicaciones preliminares, y el resto probablemente carecía de la formación necesaria para comprenderlas. De modo que, cuando el piloto rojo se encendió, indicando que su espacio en directo había comenzado, Lucas se limitó a decir:

—Me llamo Lucas Laval. Esto —prosiguió, señalando a la pizarra— es un problema matemático que jamás ha podido ser resuelto por nadie. —Hizo una breve pausa dramática antes de añadir—: Hasta hoy.

Alzó el puntero y comenzó a escribir a toda velocidad.

Había ensayado aquella demostración muchas veces. Debía desarrollar la ecuación en menos de quince minutos y sin cometer ni un solo error que echara a perder el resultado final. Había considerado la posibilidad de presentar el problema ya resuelto en la pantalla, pero esa opción podía generar dudas razonables acerca de la identidad de su autor.

Era consciente de que la mayor parte de los espectadores, incapaces de comprender lo que estaba expresando en lenguaje matemático, cambiarían de canal y no se quedarían a ver el final de la demostración. Pero debía asumir el riesgo.

Catorce minutos después puso punto y final a la ecuación y formuló las conclusiones en voz alta. Dio las gracias a la audiencia por haberle atendido y esperó.

La luz roja se apagó.

Lucas se relajó de pronto, como si todas sus fuerzas lo hubiesen abandonado. La puerta se abrió y el asistente entró justo cuando el muchacho estaba a punto de derrumbarse contra la pared de puro agotamiento.

Ya en el pasillo, no pudo evitar preguntar a su acompañante:

—¿Qué tal he estado?

El hombre se encogió de hombros.

—¿Con franqueza? No he entendido nada de nada. Sinceramente, creo que has jugado mal tus cartas, Laval. Porque cualquier cosa que haga Freddy ahora será menos aburrida que lo que acabas de hacer tú.

Lucas comprendió de golpe que tenía razón. Desesperado, se recordó a sí mismo, una vez más, que en realidad él no pretendía participar en aquel absurdo concurso de popularidad. Que no le importaba que la mayor parte de la audiencia bostezara de tedio con su intervención o que su perfil ganara o perdiera unos cuantos miles de seguidores. Que su demostración estaba destinada a una serie de personas muy concretas. Solo con que ellos la hubiesen visto…

«Y, aunque no fuera así», pensó de pronto, más animado, «aunque Freddy o Leo, o incluso Katya, ganaran en el concurso de hoy, lo que he hecho está grabado y se puede presentar más adelante en algún congreso científico». Era consciente de que este tipo de eventos apenas se celebraban ya. Pero tal vez… tal vez…

—Buena suerte, Freddy.

La voz del asistente lo sacó de sus pensamientos, y Lucas vio entonces que su rival, guiado por otra empleada de WeKids, avanzaba por el pasillo hacia ellos. Freddy respondió levantando ambos pulgares en señal de aprobación. Lucas no sabía si el gesto estaba destinado a él o al asistente que lo había saludado. Pero se limitó a asentir en silencio.

No tardó en reunirse con Leo y Katya en la sala de visionado.

—Eh, tío, no tengo ni la más remota idea de lo que has hecho —le dijo el primero—. Pero parecía importante.

Lucas sonrió por primera vez en todo el día.

Katya se mordía las uñas, con los ojos fijos en la pantalla donde iba a aparecer su novio.

—Y tú debes de saber qué se trae entre manos el amigo Freddy, con tanto secretismo —le dijo Leo—. ¿Por qué no nos lo cuentas?

—Es que no lo sé —respondió ella—, de verdad que no. Pero seguro que va a ser espectacular. Freddy va a ganar, ya lo veréis.

De pronto, como invocada por las palabras de la chica, la imagen de Freddy llenó la pared. Katya ahogó un gritito de emoción mientras la audiencia contenía el aliento, pendientes todos de las palabras del ídolo de WeKids.

—Buenas tardes a todos —dijo él; su voz reverberó en la habitación, cálida y agradable—. Soy Freddy, y mi destino es ser famoso —anunció, con una adorable sonrisa de disculpa.

Lucas y Leo cruzaron una mirada, arqueando una ceja.

—Y ¿sabéis una cosa? —prosiguió Freddy—, lo cierto es que hasta ahora no lo estoy haciendo mal. ¿Verdad que no?

Los labios de Katya se fruncieron formando un «nooo» silencioso.

—Ya sé que no —continuó Freddy; seguía sonriendo—. Pero el caso es que no quiero seguir con esto. Nunca más. Así que… se acabó.

Y alzó la mano. Los ojos de Lucas vieron el arma, pero su cerebro no registró inmediatamente su significado, al menos no antes de que una atronadora explosión resonara por la habitación y un estallido de sangre y restos de masa encefálica pareciera escapar de la pantalla para teñir de rojo todo su campo de visión. Lucas se quedó paralizado mientras Katya chillaba y chillaba y todo seguía rojo, y Leo empezó a gritar también, y una parte del cerebro de Lucas pensó que era un truco, pero entonces todo fundió en negro y ya no supo nada más.

El suicidio en directo de Alfredo García, alias «Freddy», fue visionado por sesenta y siete millones de espectadores en todo el mundo y acaparó las cabeceras de todos los informativos y los diarios en red durante varias semanas. Naturalmente, el vídeo fue retirado de WeKids de inmediato; pero existían copias, de modo que circuló por la red, y se reprodujo, y fue visualizado por miles de personas que lo contemplaron boquiabiertas, fascinadas y aterrorizadas al mismo tiempo. El programa Quince a los Quince se suspendió temporalmente. Pero los padres de algunos de los quinceañeros más populares exigieron que WeKids cumpliera lo que había prometido, con Freddy o sin él, por lo que la Gala Súper Quince acabó por celebrarse.

Ninguno de los participantes obtuvo el premio codiciado. Porque resultó que, al finalizar el programa, el perfil que más seguidores tenía, con veinticuatro millones de usuarios afiliados, era la página que WeKids mantenía abierta en memoria del malogrado Freddy. Tiempo después se supo que sus dolientes padres habían firmado un contrato multimillonario con AllMusic por las canciones que su hijo había compuesto antes de morir. Se filtró también el dato de que habían registrado el nombre de Freddy García para toda una línea de productos de ocio para adolescentes en internet.

La vida de Lucas Laval prosiguió como si nunca hubiese participado en el programa. El día de su cumpleaños, el sistema de WeKids ya no le permitió acceder a su cuenta. Procedió entonces a crearse perfiles en las redes para adultos más conocidas.

Cuando terminó sus estudios de secundaria, sus padres se las arreglaron a duras penas para matricularlo en la universidad local. Y varios meses después, el muchacho recibió a través de las redes un breve mensaje del eminente matemático Radhak Chaturvedi:

«Vi tu demostración», decía. «Brillante. Hablé de ti a mis jefes de Global Airlines, donde estoy trabajando ahora, porque pienso que podrías aportar grandes cosas a nuestro departamento de I+D. Pero vieron en tu ficha que eres el chico que habló justo antes de lo que sucedió con Freddy y decidieron que no quieren que se relacione a su empresa con tan luctuoso asunto. Lo siento mucho. Te deseo más suerte la próxima vez».