La prueba principal de la existencia de Dios radica en el hecho de que nada ocurre a no ser que algo lo cause[1]. Esto es lo que los filósofos denominan “principio de causalidad”, o sea, todo efecto debe tener una causa. Dicho en otras palabras: Todo evento, todo suceso, es causado por algo. Causa y efecto es una ley de la naturaleza, y las leyes de la naturaleza no admiten excepciones.
Al hablar de una causa nos referimos al «principio real que influye positivamente en el ser de otra cosa (llamada efecto), haciéndola dependiente»[2].
«Entre "causa" y "efecto" existe "prioridad de naturaleza"; es decir, verdadera dependencia del efecto respecto de la causa: por el hecho de que la causa comunica al efecto, no su propia existencia (con que la causa existe), sino otra nueva, con la cual existe el efecto, decimos que éste depende, con toda verdad, de la causa».[3]
Podemos decir con certeza que Dios es causa eficiente de todas las cosas, de todo lo creado, de todos los seres.
Se denomina causa eficiente a aquella que produce, al actuar, un efecto distinto de sí misma. El escultor es causa eficiente de la estatua que esculpió, así como el padre es causa eficiente de su hijo[4].
«Nos encontramos que en el mundo sensible hay un orden de causas eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es posible, que algo sea causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, cosa imposible. En las causas eficientes no es posible proceder indefinidamente porque en todas las causas eficientes hay orden: la primera es causa de la intermedia; y ésta, sea una o múltiple, lo es de la última. Puesto que, si se quita la causa, desaparece el efecto, si en el orden de las causas eficientes no existiera la primera, no se daría tampoco ni la última ni la intermedia. Si en las causas eficientes llevásemos hasta el infinito este proceder, no existiría la primera causa eficiente; en consecuencia no habría efecto último ni causa intermedia; y esto es absolutamente falso. Por lo tanto, es necesario admitir una causa eficiente primera. Todos la llaman Dios»[5].
«La certeza objetiva de la existencia de Dios no se basa en la formulación de un deseo, sino en la exigencia que el efecto tiene de su causa (…) O admitimos a Dios como explicación o tenemos que aceptar lo irracional: que nuestro mundo exista sin explicación alguna»[6].
Es absurdo suponer que algo comience a existir sin motivo. La experiencia del día a día nos demuestra que lo que es traído a la existencia depende de algo que sea capaz de originarlo. Un moretón en un brazo no aparece de la nada, un gato solo puede ser engendrado por otros gatos, las frutas vienen de un árbol, una computadora no se diseña sola… Lo primero que la madre le pregunta a los hijos cuando encuentra algo roto es “¿Quién fue?” Y ninguna madre queda satisfecha si escucha como respuesta que “se rompió solo”.
Supongamos que viajamos a París, Francia. Inevitablemente, como tantos millones de visitantes que recorren sus calles a diario, vamos a querer tener una foto junto a uno de los monumentos más conocidos del mundo: La Torre Eiffel, cuya construcción, a partir del 28 de Enero de 1887, demandó un tiempo de dos años, dos meses y cinco días, y en la que participaron 300 trabajadores[7]. Pensemos qué pasaría, si mientras admiramos la obra, le dijéramos a algún otro turista al pasar “y pensar que este monumento se hizo solo”. Inevitablemente seríamos mirados como individuos totalmente irracionales, por proponer algo tan descabellado.
Las pirámides de Egipto han sido motivo de muchos debates, en torno a su construcción, de la cual se han elaborado miles de hipótesis sumamente diversas, desde la utilización de mano de obra esclava, hasta intervención extraterrestre en programas televisivos en horario central. Lo que nadie, ni el más disparatado de aquellos que han opinado sobre el tema ha propuesto es que las pirámides puedan simplemente “haber aparecido solas en ese lugar”.
Y si obras enormes como las mencionadas no han aparecido sin razón, sino que son fruto de un proceso de planificación y desarrollo, más aún en el caso del Universo, con todas sus maravillas y su orden. El diseño siempre es señal evidente de que detrás de él hay un diseñador.
Que yo no conozca al arquitecto que proyectó una casa, no me habilita a suponer que esa casa se haya diseñado sola. Tampoco me da derecho a negar la existencia de la casa, aunque la tenga delante de mi cara. Eso sería una tozudez suprema.
Hasta hace pocos siglos, se creía que la mayor parte de los animales nacía por generación espontánea. En 1850 Pasteur descubrió que incluso las criaturas más minúsculas provenían de gérmenes que pululaban en el medio ambiente[8].
«Si el mundo es una casualidad sin sentido, el ser humano es también una casualidad sin sentido. Y no vale más que el resto. Esto tiene consecuencias prácticas insostenibles. Nuestra cultura occidental y nuestras instituciones democráticas están basadas en la idea de que todo hombre tiene una especial dignidad que debe ser respetada»[9].
El orden preciso del universo es absolutamente admirable, y esto no puede atribuirse a un desorden fortuito. El orden implica criterio, normas determinadas, equilibrio; en contraposición con el caos y la desorganización. Y al ser ordenado el universo, es entendible que provenga de una inteligencia que posibilite dicho orden.
El propio Einstein dijo que “lo más incomprensible del universo es que sea comprensible”. Esa inteligibilidad ha conducido a pensadores de todas las épocas a concluir que el universo es producto de una inteligencia[10].
Cuando se sostiene como premisa que el universo se creó de
la nada, surge inevitable la pregunta acerca de cuándo aparecieron las leyes de
la física, ¿Antes o después de la nada? ¿Qué fue antes, El Big Bang o las leyes
de la física? Partiendo de la “nada” nos enfrentamos a un círculo vicioso que
no ofrece ninguna conclusión satisfactoria[11].
[1] Leo J. Trese: La fe explicada. Ed. Rialp. Madrid. 1984.
[2] S. Caballero Sánchez: Causa. En internet: http://es.catholic.net/op/articulos/13913/causa.html
[3] Suma de Filosofía Escolástica. Metafísica. Libro I, V. En internet: http://www.mercaba.org/Filosofia/Escolastica/Metaf/libro_1_cap_5_art_1-2.htm
[4] Antonio Royo Marín, O.P.: Dios y su obra. Ed. BAC. Madrid. 1963.
[5] Santo Tomás de Aquino: Suma Teológica I, cuestión 2, artículo 3.
[6] José Antonio Sayés: La Trinidad: Misterio de Salvación, VIII. Ediciones Palabra, S.A. Madrid. 2000.
[7] La construcción de la Torre Eiffel. En internet: https://www.structuralia.com/mx/blog/24-construccion/10001918-la-construccion-de-la-torre-eiffel
[8] César Arturo Ríos Buendía, Luz Ma. Luna González: El camino hacia la felicidad. Ed. Palibrio. EEUU. 2013.
[9] Juan Luis Lorda: Las tres explicaciones sobre el origen y la evolución del universo. En internet: http://encuentra.com/evolucionismo_/las_tres_explicaciones_sobre_el_origen_y_la_evolucion_del_universo17149/
[10] John C. Lennox: ¿Ha enterrado la ciencia a Dios? Ed. Clie. Barcelona. 2003.
[11] Eusebio Díaz de la Cruz Cuesta: Dios y la línea del tiempo, Ed. SCHEDAS,S.L., 2016.
Fragmento de mi libro En la Catedral y en el Laboratorio (2018)
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