Un niño español mira al Mediterráneo, fascinado,
con un entusiasmo que no sabe articular,
como el adulto ante la alucinación que produce un gran poema.
En ese mismo mar,
en un punto inalcanzable al ojo humano
una embarcación naufraga sobre la estrofa en silencio del agua.
El mar engulle, callado
como un inmenso animal sin alma,
como una esponja eterna que absorbe el afuera,
la vida, la pobreza, los últimos espasmos de esperanza.
Se están hundiendo.
Han vivido 3, 14, 30, 42 años.
Se están hundiendo.
La vida lo retransmite en directo para todo el planeta.
Se hunden
y tú no.
Tú todavía puedes gastar,
ver un película,
ocuparte de vivir,
dar al like,
todo eso que has hecho importante en tus días.
Un niño italiano, un niño croata, un niño de Malta,
miran al Mediterráneo
con ojos diferentes a un niño saharaui, a un niño ghanés,
a un niño implacablemente pobre.
Se están hundiendo.
Ulises, los cuerpos, la vida embarazada.
Ahora mismo en el Mediterráneo
48 personas se están hundiendo,
al son de las teclas que dan forma al poema
en este barrio de Madrid donde no se ahogan niños,
donde no falta comida, en esta orilla segura.
Yo no estoy salvando vidas, estoy escribiendo un poema.
El mar va sometiendo a los cuerpos,
lo hace sin agresión, calla y engulle,
lo hace como quien espera a que sean ellos quienes abandonen.
Los cuerpos luchan sin avanzar
como quien da brazadas en el aire.
Ni un borde,
ni una tabla,
ni una repisa donde clavar las uñas y el alma,
donde salvar a África.
Se están hundiendo en directo.
Ahora,
mientras una joven lee este poema.
El destino nunca cambia de dirección para algunos seres humanos,
su muerte durará quince segundos en las noticias.
Las últimas bocanadas,
el braceo inútil contra el destino,
la calma del mar dejando que luchen solos.
Se hunden,
lentamente, con una liturgia exacta, sin violencia,
sobre una extraña música escrita en una partitura sin notas,
se hunden,
en el último aliento
y ya no salen con vida de esas aguas;
el Mediterráneo es un útero
que solo devuelve personas muertas.
Al otro lado un niño español mira por primera vez el mar,
no logra entender, es demasiado grande.
Por su cara rueda una lágrima de emoción,
no sabe si de belleza
o por una súbita tristeza
que lo inunda inexplicablemente.
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