Había en Montmartre, en el tercer piso del 75 bis de la rue d’Orchampt, un buen hombre llamado Dutilleul, que tenía el don singular de atravesar las paredes sin la menor dificultad. Llevaba impertinentes, una barbita negra, y era empleado de tercera en el Ministerio de Registros. En invierno, iba a su oficina en autobús, y, cuando hacía buen tiempo, hacía el trayecto a pie, bajo su sombrero hongo.
Dutilleul acababa de cumplir cuarenta y tres años cuando tuvo la revelación de su poder. Una noche, le sorprendió un breve apagón de luz en el vestíbulo de su pequeño piso de soltero, palpó un momento las tinieblas y, vuelta la corriente, se encontró en el rellano del tercer piso. Como su puerta de entrada estaba cerrada con llave por dentro, el incidente le dio mucho que pensar, hasta que decidió entrar en su casa como había salido: pasando a través del muro. Esta extraña facultad, que parecía no responder a ninguna de sus aspiraciones, no dejaba de contrariarle un poco y, el sábado por la mañana, aprovechando la semana inglesa, fue a ver a un médico del barrio para exponerle su caso. El doctor pudo convencerse de que decía la verdad y, tras examinarle, descubrió la causa del mal en un endurecimiento helicoidal de la pared estrangular del cuerpo tiroides. Le prohibió que trabajara con exceso, y le dio una mezcla de polvo de pireta tetravalente con harina de arroz y hormona de centauro, para que tomara dos cápsulas al año.
Tomada la primera, Dutilleul dejó el medicamento en un cajón y no volvió a acordarse de él. En cuanto al trabajo, su actividad de funcionario estaba regulada por hábitos poco propicios al exceso, y sus horas de ocio, consagradas a la lectura del periódico y a su colección de sellos, no le obligaban a un gasto excesivo de energía. Al cabo de un año, tenía, pues, intacta la facultad de pasar a través de las paredes, pero no la utilizaba, a no ser por descuido, pues era poco dado a las aventuras y reacio a dejarse llevar por la imaginación. Ni siquiera se le ocurría la idea de entrar en su casa más que por la puerta, y tras haberla abierto debidamente metiendo la llave en la cerradura. Quizá hubiera llegado a viejo en la paz de sus costumbres, y sin haber sentido la tentación de poner sus dotes a prueba, si un acontecimiento extraordinario no hubiera venido a trastornar su existencia. M. Mouron, el subjefe de su oficina, fue llamado a otras funciones y reemplazado por un tal M. Lécuyer, hombre de palabra corta y bigote a cepillo. Desde el primer día, el nuevo subjefe vio con malos ojos el que Dutilleul llevara impertinentes con cadenita y una barbita negra, y empezó a tratarlo como si fuera un trasto incómodo y un poco pringoso. Pero lo peor es que pretendía introducir en el servicio reformas de un alcance considerable y que parecían hechas sólo para turbar la paz de su subordinado. Desde hacía veinte años, Dutilleul empezaba sus cartas con la fórmula siguiente: “Con relación a su apreciada de tantos del corriente, y con referencia a nuestra correspondencia anterior, tengo el honor de informarle…” Fórmula a la que M. Lécuyer quiso sustituir por otra de tono más americano: “En respuesta a su carta de tantos de tantos, le informo…” Dutilleul no pudo acostumbrarse a estos usos epistolares. Muy a pesar suyo volvía a la manera de siempre con una obstinación maquinal que le valió la enemistad creciente del subjefe. La atmósfera en el Ministerio de Registros le resultaba opresiva. Por la mañana iba a su trabajo con aprensión, y por la noche, en la cama, tenía que pasarse a veces meditando un cuarto de hora largo antes de llegar a conciliar el sueño.
Molesto por esta voluntad retrógrada que comprometía el éxito de sus reformas, M. Lécuyer había relegado a Dutilleul a un reducto en penumbra, contiguo a su despacho. Se llegaba a él por una puerta baja y estrecha que daba al pasillo y que llevaba aún la inscripción en letras mayúsculas: “Trastero”. Dutilleul aceptó con aire resignado esta humillación sin precedentes, pero, a veces, ya en casa, leyendo en el periódico el relato de cualquier incidente sangriento, se sorprendía soñando con que M. Lécuyer era la víctima.
Un día, el subjefe hizo irrupción en su reducto blandiendo una carta y desgañitándose:
- ¡Haga el favor de rehacer este borrador! ¡Haga el favor de volver a escribir esta carta vergonzosa que deshonra mi departamento!
Dutilleul quiso protestar, pero M. Lécuyer, con voz tronante, le trató de cucaracha rutinaria, y, antes de marcharse, tras hacer una bola de papel con la carta que llevaba aún en la mano, se la tiró a la cara. Dutilleul era modesto, pero tenía su orgullo. De nuevo solo en su reducto, se notó febril y, de pronto, dominado por la inspiración. Abandonando su sillón, penetró en el muro que separaba su despacho del que ocupaba el subjefe, pero entró con prudencia, de modo que sólo su cabeza emergiera al otro lado. M. Lécuyer, sentado a su mesa de trabajo, estaba desplazando con pluma aún nerviosa una coma del texto de un empleado sometido a su aprobación, cuando oyó toser en su despacho. Alzando los ojos descubrió con indecible azoramiento la cabeza de Dutilleul, pegada al muro como si fuera un trofeo de caza. Pero esta cabeza tenía vida. A través de los impertinentes de cadenilla, clavaba en él una mirada de odio. Y, aún más, la cabeza empezó a hablar.
- Señor – dijo – es usted un granuja, un zopenco y un galopín.
Boquiabierto de horror, M. Lécuyer no podía apartar los ojos de esta aparición. Al fin, levantándose de su sillón, salió al pasillo y corrió hacia el reducto. Dutilleul, pluma en mano, estaba en su lugar habitual, en actitud apacible y laboriosa. El subjefe le miró largamente y, tras haber balbuceado algunas palabras, se volvió a su despacho. Apenas acababa de sentarse, cuando reapareció la cabeza en la pared.
- Señor, es usted un granuja, un zopenco y un galopín.
A lo largo de esta sola jornada, la temida apareció veintitrés veces en el muro y, en los días siguientes, lo siguió haciendo con la misma cadencia. Dutilleul, que había adquirido cierta habilidad en este juego, ya no se contentaba con cubrir de invectivas a su jefe. Profería también amenazas oscuras, exclamando, por ejemplo, con voz sepulcral, puntuada de risas realmente demoníacas.
- El hombre – lobo, el hombre – lobo (risa). Cuando lo ve tiembra el demonio (risa).
Y, al oír esto, el pobre subjefe palidecía un poco más, jadeaba, se erizaban sus cabellos y le fluía por la espalda un sudor agónico. El primer día adelgazó una libra. A lo largo de la semana, aparte de seguir adelgazando a ojos vista, tomó la costumbre de comer la sopa con tenedor y a saludar militarmente a los municipales. Al cabo de dos semanas llegó un día una ambulancia a su casa y se lo llevó al manicomio.
Dutilleul, liberado de la tiranía de M. Lécuyer, pudo volver a sus amadas fórmulas: “Con relación a su apreciada de tantos del corriente…” Sin embargo, no estaba satisfecho. Algo en él se alzaba imperiosamente con una necesidad nueva, que no era otra que atravesar paredes. Sin duda lo podía hacer con facilidad, por ejemplo, en su casa, donde por cierto no le faltaban. Pero el hombre que posee dotes tan brillantes, no puede permanecer mucho tiempo ejercitándolas sobre un objeto mediocre. Pasar a través de los muros no es cosa que pueda constituir un objeto en sí, es el punto de partida de una aventura que exige una continuación, un desarrollo y, en suma, una gratificación. Dutilleul lo comprendió muy bien. Sentía en sí una necesidad de expansión, un deseo creciente de realizarse y de superarse, y también cierta nostalgia que era algo así como una llamada a atravesar muros. Desgraciadamente, le faltaba un objetivo. Buscó su inspiración en la lectura del periódico, particularmente en los capítulos de política y de deporte, que le parecían actividades honorables, pero al fin se dio cuenta de que no ofrecían ninguna salida a gente capaz de atravesar las paredes, y se concentró en una serie de hechos que pronto resultaron como extremadamente sugestivos.
El primer establecimiento que desvalijó Dutilleul fue un banco de la orilla derecha del Sena. Tras atravesar una docena de muros y tabiques, entró en la caja fuerte, se llenó los bolsillos de billetes y, antes de marcharse, firmó su latrocinio con tiza roja, con el pseudónimo de “El Hombre- lobo”, añadiendo un párrafo muy hermoso que al día siguiente reprodujeron todos los periódicos. Al cabo de una semana, “El Hombre-lobo” se había convertido en una celebridad. El público mostraba sin reservas su simpatía hacia este desvalijador que se burlaba con tanta gracia de la policía. Cada noche se apuntaba un nuevo éxito, en detrimento de un banco, de una joyería o de un rico particular. Tanto en París como en provincias no había mujer, por poco romántica que fuera, que no soñara con pertenecer en cuerpo y alma al terrible Hombre-lobo. Tras el robo del famoso brillante de Burdigala y el golpe en El Ministro del Interior tuvo que dimitir, arrastrando en su caída al Ministro de Registros. No obstante, Dutilleul, que se había convertido en uno de los hombres más ricos de París, seguía apareciendo puntualmente en su oficina y se hablaba de él para las palmas académicas. Por la mañana, en el Ministerio de Registros, su mayor placer era escuchar los comentarios de sus colegas sobre las hazañas del día anterior. “Este Hombre-lobo, decían, es un tipo formidable, un superhombre, un genio”. Y, al oír tales elogios, Dutilleul se ruborizaba confuso y, tras las antiparras de cadenilla, brillaba su mirada, amistosa y agradecida. Un día, esta atmósfera de simpatía le hizo confiarse hasta el punto de que no quiso mantener por más tiempo su secreto. Con un resto de timidez, miró largamente a sus colegas agrupados en torno del periódico que relataba el desvalijamiento del Banco de Francia, y dijo con voz modesta: “El Hombre-lobo soy yo”. Una carcajada enorme, interminable, acogió la confidencia de Dutilleul, que, desde entonces, y en burla, fue conocido con el mote de El Hombre-lobo. Por la tarde, a la hora de salir del ministerio, seguía siendo objeto de bromas sin fin por parte de sus colegas, y la vida empezaba a parecerle menos bella.
Días más tarde, el Hombre-lobo se dejó coger por una ronda de noche en una joyería de la Rue de la Paix. Había dejado su firma en el mostrador, y se había puesto a cantar una canción tabernaria mientras rompía varias vitrinas con ayuda de un copón de oro macizo. Le hubiera sido fácil hundirse en un muro y desaparecer así de la patrulla, pero todo permite creer que quería ser detenido, y probablemente con el único objeto de confundir a sus colegas, cuya incredulidad le había mortificado. Éstos, en efecto, quedaron boquiabiertos al día siguiente cuando vieron la foto de Dutilleul en primera página en todos los periódicos. Y lamentaron amargamente haber menospreciado a su genial camarada y, en homenaje a él, se dejaron crecer una barbita en punta. Algunos, incluso, arrastrados por los remordimientos y por la admiración, intentaron echar mano a la cartera o al reloj de algún amigo o conocido.
Se podría creer que el hecho de dejarse coger por la policía sólo para asombrar a unos compañeros de trabajo muestra cierta ligereza, indigna de un hombre excepcional, pero la fuerza aparente de la voluntad es muy poca coa ante tal determinación. Al renunciar a la libertad, Dutilleul creía ceder a un orgulloso deseo de revancha, cuando en realidad se limitaba a deslizarse por la pendiente de su destino. Para un hombre que atraviesa las paredes, no hay carrera que valga la pena si no ha probado al menos una vez la cárcel. Cuando Dutilleul penetró en los locales de la Santé tuvo la impresión de que era un mimado de la fortuna. El espesor de los muros era para él un verdadero regalo. Al día siguiente de su encarcelación, los guardias descubrieron estupefactos que el prisionero había clavado un clavo en el muro de su celda y colgaba en él un reloj de oro perteneciente al director de la cárcel. Dutilleul no quiso, o no pudo, revelar cómo este objeto había llegado a sus manos. Devolvieron el reloj a su propietario y, al día siguiente, encontraron en la cabecera de la cama del Hombre-lobo el tomo primero de Los tres mosqueteros, desaparecido de la biblioteca del director. El personal de la cárcel estaba en pleno asombro. Los guardianes se quejaban además de recibir patadas en el trasero, cuya procedencia era inexplicable. Parecía como si las paredes tuvieran, no ya orejas, sino pies. El Hombre-lobo llevaba ya una semana de detención, cuando el director de la Santé, al entrar una mañana en su despacho, encontró sobre la mesa la siguiente carta:
Señor director: Con relación a nuestra grata entrevista del 17 del corriente y en relación con sus instrucciones generales del 15 de mayo ppdo., me complazco en informarle de que he terminado de leer el segundo tomo de Los tres mosqueteros, y que tengo previsto evadirme esta noche, entre las once y veinticinco y las once y treinta y cinco minutos. Le ruego, señor director, que acepte la expresión de mi más sincero respeto. El Hombre-lobo. |
Pese a la estrecha vigilancia a que fue sometido esta noche, Dutilleul se evadió a las once treinta. Conocida por el público a la mañana siguiente, la noticia provocó en todas partes magnífico entusiasmo. No obstante, y tras realizar un nuevo asalto que llevó al colmo su popularidad, Dutilleul no parecía cuidarse mucho de ocultarse, y circulaba por Montmartre sin la menor precaución. Tres días después de evadirse de la cárcel fue detenido de nuevo en la Rue Caulaincour, en el café du Rêve, poco antes del mediodía, mientras veía un vaso de vino blanco con los amigos.
Llevado de nuevo a la Santé y encerrado con triple cerrojo en un sombrío calabozo, el Hombre-lobo escapó aquella mismoa noche y se fue a dormir al piso del director, en la habitación reservada a los amigos. Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llamó a la criada para que le trajeran el desayuno, y se dejó detener en la cama, sin resistencia, por los guardianes, debidamente alertados. El director, indignado, puso guardias a la puerta de la celda y lo dejó allí a pan y agua. Hacia el mediodía, el prisionero se largó a comer a un restaurante próximo a la cárcel y, tras tomar café, llamó al director:
- Oiga… ¿El director? Lo siento, pero en el momento de salir me olvidé de robarle la cartera, y estoy sin blanca en el restaurante. ¿Podría mandar a alguien para que pague la cuenta?
Acudió el director en persona y se dejó llevar por la ira hasta el punto de proferir amenazas e injurias. Afectado en su orgullo, Dutilleul se evadió la noche siguiente para no volver más. Esta vez, tomó la precaución de afeitarse su barbita blanca y reemplazó sus impertinentes de cadenilla por unas gafas de concha. Una gorra de deporte y un traje a cuadros anchos con pantalón de golf acabaron de transformarlo. Se instaló en un pequeño apartamento de la Avenue Junot donde, desde antes de su primera detención, había hecho trasladar una parte de su mobiliario y objetos a los que se sentía más ligado. Su fama empezaba a fatigarle, y desde su estancia en la Santé estaba un poco harto del placer de atravesar paredes. Las más gruesas, las más orgullosas, le parecían simples tabiques, y soñaba con penetrar hasta el fondo de alguna maciza pirámide. Mientras maduraba el proyecto de un viaje a Egipto, llevaba una vida apacible, dividida entre su colección de sellos, el cine y largos paseos por Montmartre. Su metamorfosis era tan completa que pasaba, afeitado y con gafas, sin ser reconocido junto a sus mejores amigos. Sólo el pintor Gen Paul, a quien nada escapaba de lo que ocurriera en la fisonomía de cualquier habitante del barrio, acabó por desvelar su verdadera identidad. Una mañana en que se encontró de narices con Dutilleul en una esquina de la rue de l’Abreuvoir, no pudo contenerse y le dijo con su rudo lenguaje:
- Oye, tío, por lo visto te bandas de peluqui pa que no te magre la borda – lo que, más o menos, en lenguaje vulgar viene a ser: ya veo que te vistes con elegancia para que no te coja la policía.
- ¡Diablo! – murmuró Dutilleul. ¿Me has reconocido?
Y quedó tan desconcertado que decidió apresurar su partida para Egipto. Fue por la tarde, aquel mismo día, cuando se enamoró de una belleza rubia con quien se había cruzado dos veces en un cuarto de hora en la rue Lepic. Inmediatamente olvidó su colección de sellos, Egipto y las pirámides. Por su parte, también la rubia lo había mirado con mucho interés. Nada hay que hable más a la imaginación de las jóvenes de hoy como unos pantalones de golf y unas gafas de carey. Esto suena a director de cine, y empiezan de inmediato a soñar con cócteles y con las noches de California. Desgraciadamente, la bella, según se informó Dutilleul a través de Gen Paul, estaba casada con un tipo brutal y celoso. Este marido suspicaz, que por otra parte llevaba una vida de desenfreno, dejaba abandonada a su mujer, con toda regularidad, entre las diez de la noche y las cuatro de la mañana, aunque, antes de salir, tomaba la precaución de encerrarla en su habitación, con dos vueltas de llave y todas las persianas cerradas con candados. Durante el día, la vigilaba estrechamente e incluso llegaba a seguirla por las calles de Montmartre.
- Siempre como en Chirona. Ya ves. El muy tronao no quiere que venga otro momio a picársela.
Pero esta advertencia de Gen Paul no hizo más que inflamar a Dutilleul. Al día siguiente, al cruzarse con la joven en la rue Tholozé, se atrevió a seguirla hasta una lechería y, mientras ella esperaba a que la sirvieran, se acercó y le dijo que la amaba respetuosamente, que lo sabía todo: lo del marido cruel, lo de la puerta y lo de las persianas, pero que aquella misma noche iría a su habitación. La rubia se ruborizó, le tembló en las manos el pote de la leche, suspiró débilmente, y dijo:
- ¡Ay, señor! ¡Eso es imposible!
Por la noche, aquel radiante día, hacia las diez, Dutilleul estaba ya de guardia en la rue de Norvins vigilando una robusta tapia tras la que se encontraba una casita de la que sólo podía ver la velta y la chimenea. Se abrió una puerta en la tapia y apareció un hombre que, después de cerrarla cuidadosamente con llave tras él, bajó por la avenida Junot. Dutilleul esperó hasta verle desaparecer, muy lejos, al doblar una esquina, y contó todavía hasta diez. Entonces, se lanzó, se introdujo en el muro a paso de gimnasia y, atravesando siempre los obstáculos, penetró en la habitación de la hermosa reclusa. Ella lo acogió con embriaguez, y ambos se amaron hasta una hora avanzada.
Al día siguiente, Dutilleul tuvo la contrariedad de sufrir violentos dolores de cabeza. La cosa no tenía importancia, y por tan poco no iba a dejar de acudir a la cita. Sin embargo, habiendo descubierto por casualidad una de las cápsulas olvidadas en el fondo de un cajón, tomó una por la mañana y otra por la tarde. Llegada la noche, los dolores de cabeza eran soportables, y la exaltación se los hizo olvidar. La joven lo esperaba con la impaciencia nacida en ella por los recuerdos de la víspera, y esta noche estuvieron amándose hasta las tres de la madrugada. Cuando se fue, Dutilleul, al atravesar los muros y los tabiques de la casa, tuvo la impresión de sentir un roce nada habitual en los hombros y en las caderas. No obstante no creyó que mereciera mayor atención. Pero al penetrar por le muro de la tapia notó de nuevo una clara sensación de resistencia. Le parecía moverse en una materia aún fluida, pero que iba volviéndose pastosa y que cobraba consistencia a medida que él se esforzaba en abrirse paso. Al fin logró entrar todo él en el espesor del muro, y entonces se dio cuenta de que no avanzaba, y recordó cont error las cápsulas. Estas cápsulas, que había tomado por aspirina, contenían en realidad el polvo de pireta tetravalente que le había recetado el doctor un año atrás. El efecto de este medicamento, unido al del surmenage intensivo, se manifestaron de manera súbita.
Dutilleul estaba como congelado en el interior de la tapia. Y sigue aún hoy incorporado a la piedra. Los noctámbulos que bajan por la rue Norvins a la hora en que el rumor de París se ha calmado, oyen una voz mortecina que parece venir de ultratumba y que ellos toman por la queja del viento que silba en las encrucijadas de la Butte. Es el Hombre-lobo Dutilleul, que lamenta el fin de su gloriosa carrera y se manifiesta la nostalgia de unos amores demasiado breves. Algunas noches de invierno, el pintor Gen Paul, descolgando su guitarra, se aventura por la soledad sonora de la rue Norvins para consolar con una canción al pobre prisionero, y las notas que escapan de sus dedos entumecidos penetran en el corazón de piedra como gotas del claro de luna.
Fuente: http://lavialiber.blogspot.com/
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