Manantial de milagros


En un mundo cubierto por agua en
un 70 %, todo es un mar de incertidumbre.
La del chiquillo que espera el obsequio
de los Reyes Magos, la del anciano que
no recuerda qué almorzó, y si almorzó.

La del político que aguarda, a una
semana de las elecciones, entre sudores y
risas forzadas que intentan disimular que está
al borde del colapso, los resultados de
las últimas encuestas de intención de voto.

La del nadador, otrora invencible, que
comienza a ver cómo sus tiempos de
competición ya no son lo que
supieron ser en el fulgurante esplendor
de un par de años atrás.

La del empleado de la pizzería del segundo
piso del shopping a punto de retirar de
la caja un dinero que no le pertenece.
La del director técnico del equipo de fútbol, en
la cuerda floja por su cuarta derrota consecutiva.

La del viajante de cincuenta y nueve
años que presta sus servicios a una
empresa a punto de dar quiebra y
se pregunta, releyendo su pesar, si a
su edad será posible obtener otro trabajo.

La de aquella cirujana que va a ingresar al quirófano a 
cumplir con su vocación doce minutos después de 
confirmar que su esposo le está siendo infiel hace 
tiempo. La de aquellas manos que acarician la 
anhelante silueta del anochecer y sus incógnitas.

Comencé a escribir esto el 17 de marzo
de 2020, y lo retomé, con el correspondiente
exceso de fuegos de artificio en un desesperanzado 
callejón, a mediados de abril de 2021,
con la pandemia aún en el horizonte humano.

Sabrán perdonar este pleonasmo de vanidades, pero 
puedo jactarme a viva voz de hacer gala de
certezas. Vengo a hablarles de una reina con la
que es tanto lo compartido, lo vivido y proyectado
que no cabe en la estrechez de las palabras.

La certeza de que destierra cualquier tristeza con el 
viento de su aliento. La certeza de que al cerrar los
ojos solo veo su sonrisa, y que al abrirlos, ella
es más maravillosa que como yo la recordaba. Certeza 
de que a su lado es imposible aburrirse o estar triste.

La certeza de que no me importaría
romper cada cronómetro del universo que quiera 
marcarle un límite a su abrazo. La certeza
de que rimo mejor con su susurro
depositado en la cuenta corriente de mi oído.

La certeza de que aunque sea muy
poco lo que brille en estas calles
tercermundistas va a transformar mis mordiscos en 
besos, con la sinfonía de su boca
sobrevolando los nacientes verbos de mi corazón.

Y si mis besos nacen torcidos, los endereza;
si se vuelven impacientes, extrae la dosis
precisa de su manantial de milagros y
los transforma en la más bella historia
de amor que puedo untar con adjetivos.

Sabrán disculpar la ostentación, vacilantes de estos 
tiempos sospechosos, solo quise proclamar con 
suspiros que tengo la mujer más hermosa del planeta.

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