Una nueva mañana, que es un
simple etcétera en una ciudad de
obreros, funcionarios y perífrasis de ocasión.
Los cuerpos salen a la calle, con su embalaje
de tristezas personalizadas e inconfundibles.
Los ojos enfermos de un martes que
suda hielo los observa, con sus corazones
de piedra: Verdugos, mendigos; estropajos de
experiencias arcaicas en incesante conflicto.
Ya no se reconocen frente al espejo…
Enmudecen, se intuyen fugitivos del canto,
de las penas, de los cuentos.
Anuncios multicolores exaltan una imperdible
liquidación de sarcasmos aromáticos. El
consumismo es una lista de
compra arrugada con la que hay
que cumplir por mandato mezquino.
Los medios masivos de incomunicación
continúan dogmáticamente empeñados en
degradar hasta el último subsuelo de la
chabacanería moral a este bendito país.
Vacilantes sombras de harina dan vida a los
pasos de peatones que conforman la sudorosa
espalda de una república de esperanza rapada.
Las manos de hogueras compartidas recuerdan
una vez cada media hora que el tobogán de
los atavismos es un salvoconducto mentiroso.
El progreso ha firmado un acuerdo con la
barbarie, y ser loco parece ser lo único razonable.
Compatriotamente desfraternizados; cabos
sueltos, auspiciados por antidepresivos,
negociando con la superstición de turno,
surfeando en un bravo mar de chapas onduladas.
Se siente en las entrañas del presente
la violenta espada de las adicciones
quebrantando a una nueva generación.
¿Qué obtenemos a cambio de dar lo mejor
de nosotros mismos, sino lo peor de
esta Argentina familiarizada con su Vía Crucis
sistemático? Jugamos a elegir lo que duele menos,
mientras aprendemos a vivir estando muertos.
El antepenúltimo clamor de los trabajadores
de este rebaño con pretensiones de nación
es que su vida valga al menos
la mitad que la de un delincuente.
Reventando los tímpanos del prójimo con
canciones de nulo contenido poético, escondiendo el
pasado en algún estante de toallas rotosas.
Hasta los escafoides sienten el peso de la
fatiga de los días interminables, y las venas
de las calles del suburbio maquinan otra abanación
autoinducida, ¿Como se dice basta con la
boca muda por tanto gritar dudas encriptadas?
Ciervos de tristes dientes pastando avaricia, ciudadanos
atontados, cansados de buscar prolegómenos para
lo urgente; caudillos cada vez más
lejos del ciudadano, dirimiendo intereses anacrónicos.
El alfabeto de la luz oscurece más temprano, negando
que la distraída uña de la pereza se ha
clavado en el hombro de mi imperturbable patria.
Relinchan los boxeadores que entrenan en los
pantanos, cobra vida una cariátide solo para
experimentar la liturgia de arrojar una piedra
al mar. Una conspiración de peticiones mal
deletreadas se despereza dentro de un lavarropas.
Compatriotamente chisporroteados, en la llamarada
ceremonial de la desconfianza, islotes mirando
el futuro con los ojos cerrados, retornando
a la barbarie de la que nunca salimos.
Desgarradas las mejillas de un cuaderno
bombardeado; palabras tiernas, fugitivas de
bocas castigadas, lloran en un rincón.
Siempre dando por sentado que unos vasos
de cerveza van a curarnos por un rato
las heridas, mientras que los elegidos
por el desanimado voto popular toman decisiones
que nuevamente nos empujan cerca del ocaso,
y ya no existe la paz, ni siquiera en los retratos
del pasado, sólo persiste ambulante y compungido
el oscuro silencio que precede a las explosiones.
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