Marco Denevi - Los fracasados

Una casa pobre. La mujer barre enérgicamente el piso con una escoba medio calva. Entra el hombre. Parece muy abatido. Se sienta sin pronunciar palabra. Ella ha dejado de barrer y lo mira. Pregunta:
—¿Y bien? ¿No dices nada?
—¿Qué tengo que decir?
—Miren la contestación. ¿Tres días que faltas de casa y no tienes nada que decir? Marido, te previne que no volvieras con las manos vacías.
—Ya lo sé. Si he vuelto es porque cumplí tus órdenes.
—Mis órdenes. Mis consejos, diría yo. Y entonces ¿por qué estás así, hecho un trapo?
—¿Acaso debería estar alegre?
—Me parece a mí.
—Pues ya ves. No estoy alegre. Estoy arrepentido.
—Vaya. Te duró poco el valor.
—¿Qué valor? Lo hice porque tú me obligaste.
—Porque yo lo obligué. Oigan el tono. Cualquiera pensaría que lo obligué a cometer un crimen. ¿Y a qué te obligué, veamos?. A darte tu lugar. A demostrar que eres un hombre, no un títere. Pero estás arrepentido. Preferirías seguir como hasta ahora. El último de la fila. El que recoge los huesos que arrojan los demás. Aquel a quien se llama para que, cuando todos ya se han ido, limpie las mesas y apague las luces. Siempre serás el mismo mediocre. Ignoras lo que es tener ideales, alguna noble ambición. El fracaso es tu atmósfera. Y yo, tu víctima. Mira a las mujeres de tus amigos: cubiertas de joyas, con sirvienta, con automóvil y un palco en el teatro. Ahora mírame a mí: una fregona dedicada día y noche a los quehaceres domésticos. En lugar de alhajas, callos. No voy al teatro, voy al mercado. Y porque pretendo que mi marido levante cabeza y le doy buenos consejos, óiganlo, me lo echa en cara.
—Siempre tuve mala suerte.
—¿Ahora también, mala suerte?
—Un presentimiento me dice que sí.
—Un presentimiento. Llamas presentimientos a los pujos de vientre de tu cobardía.
—Nada bueno saldrá de todo esto.
—Eso es. Regodéate en tu pesimismo. Serías capaz de verme embarazada y creer que estoy hidrópica. Encontrar una moneda de oro en la calle y confundirla con el escupitajo de un tísico. Oír la voz de Dios que te llama y ponerte a correr por miedo de que sea la voz de un acreedor. Cómo que nada bueno saldrá de todo esto. ¿Y la recompensa?. Me lo imagino: la rechazaste. Y, omo siempre, el premio se lo llevó otro.
—No. Me pagaron.
—¿Cuánto?
Él le entrega unas pocas monedas.
—¿Esta miseria?
—¿Qué esperabas? ¿Millones?
—Un cargo. Eso es lo que ambiciono para ti. Un cargo en el gobierno, bien remunerado y que nos permita asistir desde el palco oficial a los desfiles militares. Te lo deben. Al fin y al cabo les prestaste un buen servicio. Más de uno habría querido hacerlo, pero lo hiciste tú. Y a ellos tu pequeña acción les reportará enormes beneficios. Volverás y les exigirás que te den un empleo. Un empleo en el que no tengas que matarte trabajando pero que te haga ganar un buen sueldo, cierto prestigio social y algunas ventajas adicionales. No hablo de coimas. Hablo de un automóvil oficial. Si fuese con chofer incluido, mejor todavía. Siempre quise pasearme en uno de esos inmensos automóviles negros conducidos por un chofer de uniforme azul y gorra.
—No me darán ni el puesto de ordenanza.
—¿Por qué? ¿No saben que fuiste tú quien les hizo ese favor?
—Cómo no van a saberlo. Ya ves que me pagaron.
—Los grandes, digo. Los que firman los nombramientos y manejan los teléfonos secretos. No lo saben. Trataste el negocio con algún subalterno que te quitó del medio con estas moneditas para hacerse pasar él por el autor y conseguir que lo asciendan de categoría.
—Todos lo saben. Del primero al último.
—¿Qué más quieres? Y entonces ¿por qué dices que no te nombrarán ni siquiera ordenanza?
—Nada les gusta menos que mostrarse agradecidos.
—Son envidiosos.
—Además, no quieren aparecer como mis instigadores. Quieren que se crea que lo hice por mi propia iniciativa.
—Envidiosos y cobardes.
—Pero todo el mundo ya está enterado. En la calle me señalaban con el dedo.
—No me digas. ¿Te señalaban con el dedo? ¿En la calle? ¿La gente? Qué bien. Eso significa que no te debe importar la ingratitud de los de arriba. El pueblo reconoce tus méritos. ¿Creen que los hiciste por tu propia iniciativa? Mejor. Serás—famoso,—llegarás lejos.
—No me asustes.
—¿Asustarte tonto? Ya veo: la gloria te produce terror.
Acostumbrado a la oscuridad, la luz te hace arder los ojos. Felizmente yo estoy a tu lado. Yo te sostendré, te guiaré. Apóyate en mí y avanza.
Se oye, afuera, el rumor de una muchedumbre. El hombre tiembla.
—¿Qué son esos gritos?
—Te lo dije: el pueblo. Viene a felicitarte, a traerte regalos. Querrán que seas su caudillo. Pero por ahora tú no salgas. Los grandes hombres no deben dejarse ver por la multitud. Envueltos en el misterio, siempre lejanos, siempre inaccesibles, parecen dioses. Vistos de cerca defraudan mucho. Tú, ni qué hablar. Además te falta experiencia. Todavía no dominas tu papel de personaje célebre. Tengo miedo de que, si los recibes, los trates de igual a igual. Déjame a mí. Yo hace rato que me preparo para estas cosas. Saldré yo. Yo sé cómo manejarlos.
—¿Oyes? Gritan ¡viva nuestro rey!
—¿Rey? ¿Y yo reina? Francamente, es más de lo que yo esperaba.
¿Más? ¿Por qué más? No permitiré que me contagies tu modestia. Lo que ocurre es que cuando la justicia tarda en llegar la confundimos con la buena suerte. Reina. Bien, acepto. Otra que un empleo de morondanga y un automóvil usado. Tendremos palacios, carruajes, un ejército de sirvientes. La primera medida que tomarás: aumentar los impuestos.
—¡Gritan cada vez más alto! ¡Se impacientan!
—Está previsto.
—¡Apúrate!
—¿Te parezco que estoy presentable? ¿No debería ponerme otro vestido?
—¡Derribarán la puerta!
—¡Y yo sin maquillarme!
—No les digas que estoy aquí.
—Les diré que estás con los embajadores extranjeros. Y si desean una audiencia, que la supliquen por escrito con diez días de anticipación. Pensar que todo esto me lo debes a mí.
La mujer sale. El hombre, inmóvil y aterrado, espera. Al cabo de unos minutos ella reaparece, se sienta. Él la mira. Afuera se ha hecho el silencio. Él le pregunta:
—¿Qué querían?
—Cállate. Eres un fracasado. Los dos somos unos fracasados.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
La mujer se pone de pie de un salto, empieza a gritar:
—¿Y todavía lo preguntas? ¿Qué pasó? Pasó que otra vez te dejaste ganar.
—Hice lo que tú me pediste.
—Y qué es lo que yo te pedí, imbécil. Que hicieras algo como la gente. Algo que nos salvara de la pobreza. Y has elegido bien, tú. Te has lucido. Pero se terminó. Basta. ¡Fuera de aquí! ¡Quítate de mí vista! ¡No quiero verte más!
El hombre empieza a salir. Al llegar a la puerta se vuelve y mira a la mujer. La mujer llora. Él pregunta:
—¿Me dirás por lo menos qué sucedió?
Ella deja de llorar. Levanta la cabeza. Y por fin, después de un silencio, dice secamente:
—Resucitó.
Entonces Judas Iscariote sale de su casa y va a colgarse de la higuera.

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