Queda
tanto tiempo, queda tanto lugar,
que
seguro algún día acabamos abrazados
igual
que dos piedras empujadas por el viento.
Igual
que las piedras, cuando cesa el viento,
caen
en la tierra, se observan,
se
atragantan de distancia,
deseamos
ese soplo violento
que
nos agite en el aire, y nos una
o
nos disperse.
Deseamos
ese viento aunque nos golpee
contra
el muro, aunque nos hunda en la ciénaga.
Deseamos
ese viento porque necesitamos la vida.
Pero
ya no queremos esperar.
No
debemos someternos a un viento
ajeno
y caprichoso,
no
podemos aguardar sentados
su
inesperado golpe de mar.
Seamos
por tanto piedras que provoquen el viento,
alcémonos
como una ventisca de sal y arena.
Esta
vez vamos a decidir nosotros la dirección.
Y
vamos a decidir entonces derribar el muro,
bebernos
de un sorbo la ciénaga,
y
retorcernos luego con un silbido agudo
hasta
irritar los ojos de los más incrédulos.
Que
esta vez sean ellos los que aúllen de dolor.
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