José María Millares - El número 2

A las dos de la mañana,
cuando incendien los principios del hombre los caballos
muertos de las estrellas,
cuando mis manos desentierren las palabras de los cielos que
han callado
dulcemente en el ombligo de los niños,
cuando dejen de bostezar los pechos de una joven sin marido,
cuando los ríos turbios de la sangre dejen de hollar un lecho
de agua fría,
cuando desentierren sus memorias de unos ojos, de unos
labios, de una vida,
los hombres que se incrustan en las esquinas
despreocupadamente
a las dos de la mañana;
cuando mueran sobre el aire las palomas, las estrellas , los
suspiros,
cuando yo busque en el rincón de unas alas mi propio
corazón desnudo,
cuando hacia mí la tierra se despliegue para darme su
fruto sazonado,
cuando en mi boca se hunda la palabra de mi sangre,
la hora que se pudre bajo mi carne, a las dos de la mañana.
Ah, los muñones sangrantes de los jóvenes combatientes,
muertos ya bajo las horribles fauces de las trincheras que
se abren a la media noche,
bajo el amor que chorrea en el barro duro de las uñas que
muerden la cabellera espesa
de los más largos años de la vida.

¿Y dónde el alba y el surco verde, dónde,
y la dulce azul geografía de los horizontes que no llegan,
y la ternura caliente de unos pantalones cortos, desnudos
en mis rodillas de niño que se ha muerto,
cuando mi boca punteaba la seda dulce de los brazos de
mi amada.

Sí, a las dos de la mañana, señores,
ha muerto un gato negro bajo mis axilas,
ha muerto mi vida en el hueco de unos zapatos, junto a
una ventana,
y por ella, señores, por ella
se han ido las mejores palabras de mi vida,
mis piernas de aire azul marino,
y mi tierna camiseta de hilo crudo,
y la callada ternura de los cabellos de una fámula entristecida.
Sí, a las dos de la mañana,
bajo la espesa detonación de unos ojos que saltan ciegos,
ya duros de roer en el aire la palabra que no existe,
los labios que no existen, los corazones que no existen,
a las dos, señores, a las dos,
cuando los hombres se hinchan de sangre
bajo la pesadumbre de los sueños, cuando ya nadie escucha
el horrible desgarro de los tejidos de las almas de los jóvenes
combatientes,
cuando un niño muere sumergido en un beso, a las dos,
como si tal cosa pudiese ocurrir en la vida.

Y es precisamente a las dos de la mañana,
cuando a los gallos se les revientan las crestas para cantar,
señores, para cantar.

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