Emil Cioran fue un escritor y filósofo rumano. La mayor parte de sus obras se publicaron en lengua francesa. No se consideraba un filósofo en el sentido ortodoxo del término, ni siquiera escritor.11 Provocador a ultranza, este pensador rumano animó durante su vida innumerables controversias contra lo establecido, contra las ideas constituidas en norma o dogmatismo. Fascinado por instaurar un pensamiento a contracorriente, en el cual el cinismo tiene un lugar preponderante, escribió su obra aforística sin concesión alguna. Entre Diógenes de Sinope «el Cínico» y Epicuro de Samos, funda una filosofía en el siglo XX, afín a la de esos filósofos helenísticos, donde la amargura era sublimada por la ironía.
Hay seres que se hallan condenados a saborear únicamente el veneno
de las cosas, seres pasa quienes toda sorpresa es dolorosa y toda experiencia
una nueva tortura. Se dirá que ese sufrimiento tiene razones subjetivas y
procede de una constitución particular: ¿pero existe un criterio objetivo
para evaluar el sufrimiento? ¿Quién podría certificar que mi vecino sufre
más que yo mismo, o que nadie ha sufrido más que el Cristo? El
sufrimiento no es objetivamente evaluable, pues no se mide por signos
exteriores o trastornos precisos del organismo, sino por la manera que tiene
la conciencia de reflejarlo y de sentirlo. Pero, desde ese punto de vista, las
jerarquizaciones resultan imposibles. Todo el mundo preservará su propio
sufrimiento, que considera absoluto e ilimitado. Incluso tras evocar todos
los sufrimientos de este mundo, las más terribles agonías y los suplicios
más refinados, las muertes más atroces y los abandonos más dolorosos,
todos los apestados, los quemados vivos y las víctimas lentas del hambre,
¿disminuiría por ello nuestro sufrimiento? Nadie podrá consolarse en el
momento de su agonía mediante el simple pensamiento de que todos los
hombres son mortales, de la misma manera que, enfermos, no podríamos
hallar un alivio en el sufrimiento presente o pasado de los demás. En este
mundo orgánicamente deficiente y fragmentario, el individuo tiende a
elevar su propia existencia al rango de lo absoluto: todos vivimos como si
fuéramos el centro del universo o de la historia. Esforzarse por comprender
el sufrimiento ajeno no disminuye en nada el nuestro propio. En este tema,
las comparaciones carecen del mínimo sentido, dado que el sufrimiento es
un estado de soledad íntima que nada exterior puede mitigar. Poder sufrir
solo es una gran ventaja. ¿Qué sucedería si el rostro humano expresara con
fidelidad el sufrimiento interior, si todo el suplicio interno se manifestara en
la expresión? ¿Podríamos conversar aún? ¿Podríamos intercambiar
palabras sin ocultar nuestro rostro con las manos? La vida sería realmente
imposible si la intensidad de nuestros sentimientos pudieran leerse sobre
nuestra cara.
Nadie se atrevería entonces a mirarse en un espejo, pues una imagen
grotesca y trágica a la vez mezclaría los contornos de la fisionomía con
manchas de sangre, llagas permanentemente abiertas y regueros de lágrimas
irreprimibles. Yo experimentaría una voluptuosidad llena de terror
observando, en el seno de la confortable y superficial armonía cotidiana, la
explosión de un volcán que arroja llamas ardientes como la desesperación.
¡Observar cómo la mínima llaga de nuestro ser se abre irremediablemente
para transformarnos por entero en una sangrienta erupción! Sólo entonces
percibiríamos las ventajas de la soledad, la cual vuelve mudo e inaccesible
el sufrimiento. En el estallido del volcán de nuestro ser, ¿bastaría el veneno
acumulado en nosotros para envenenar al mundo entero?
*Extraído del libro "En las cimas de la desesperación" (1936)
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