Hay un miedo que juega a entenderse con la congoja.
Enero guarda en sus alas de murciélago dudas de diciembre.
Camino perplejo, diría que hasta inconcluso de mí mismo.
Ante la imposibilidad de describir la belleza, elijo farfullar.
Percibo en el ambiente la aspereza de una herida inabarcable.
Las palabras, ¿Son el remedio o la enfermedad?
¿O no está tan clara entre ambas la línea divisoria?
Directores del sufrimiento ajeno nos susurran qué decir,
y el modo correcto de no vivir mirando para otro lado.
Existe un Judas personal por cada traicionado,
y un vip de arenas movedizas para bailar descalzos.
Alternando amenazas y plañidos, la vida nos observa
de reojo mientras se ahoga en el fondo de un estanque.
Somos conscientes de ser suelo. Pero muchos
habrán de tropezar cuando intenten pisarnos.
Solamente acreditamos como pertenencia
la lágrima espontánea que elegimos regalar.
El progreso es un oxímoron que abriga un ataque bien
dirigido a la doctrina de la antigua cultura del esfuerzo.
Millones en régimen de aislamiento autoinducido,
hidropesía de pies cansados de caminar sin alpargatas.
Ningún hagiógrafo narra la historia de la no salvación
del niño que agoniza en un tugurio de Uganda.
Vislumbro un porvenir mal redactado, y pienso en el
errático andar de un mundo donde tantos adolescentes
se suicidan para llamar la atención de su familia.
Mientras, la recolección de infortunios nos encuentra
humanamente dichosos de beber veneno de etiqueta
en copas limpias, puliendo el recíproco jugar a destruirnos.
¿Quién es más peligroso, el perro o el amo?
El primero nos recibe con ladridos, el segundo
solo piensa en morder.
Cuando las decisiones dependen de unos pocos,
a los muchos restantes solamente les queda
rezar o maldecir.
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