El esplendor de lo imposible


El poeta madrugó, desclavó
palabras de la cruz de sus pesares,
e intentó llenar un manojo de vacíos.
Creyó impropia hasta su respiración,
y bailó silencio con silencio con
la luz titilante de sus emociones.

Cobijó verbos enfurecidos y un
firmamento de cigarrillos consumidos
con desdén, quemó futuros recuerdos;
escribió, para no perder la
costumbre, poesía descartable
sobre renglones asmáticos.

Se observó, un cuerpo viejo con
una simetría parecida al olvido,
brilló en sus ojos un pensamiento
a medio madurar, destinado a perecer,
y dentro del cotidiano etcétera, eligió
mirar su propia vida con prismáticos.

Tropezó consigo mismo, se confundió
con otro, salió a la calle. Cuando regresó
a su casa, notó que había dejado su soledad
entre las góndolas del supermercado.
Tuvo que volver a buscarla.

Se siente desde hace tiempo
como un Rey Midas mal configurado,
que convierte en tragedia lo rozado.
Mira la fila india de botellas.
Se sabe el dueño de su propia muerte.

Cuando bebe es su propio infierno
el que siente en la garganta.
Teme respirar, como si las respuestas
a todas sus preguntas fueran
a evaporarse al exhalar el aire.

Sonríe poco, por el bruxismo
que comenzó a desarrollar
durante la adolescencia.
Pero ninguna cuestión estética
le niega el poder terapéutico del llanto.

Son olas de aguas turbias las que
empiezan a caer de sus ojos.
Con el tiempo fue aprendiendo
a llorar peldaño a peldaño.
Cuando su dolor levanta vuelo, imagina
erróneamente que hay belleza entre sus alas.

Promediando algún parpadeo, mira
hacia atrás y añora a aquel niño
que soñaba con beber agua
de la luna. Casi cuatro lustros lo
separan de su infancia, y asume
que es inútil correr para alcanzarla.

Racimo de recuerdos prestados,
(la memoria del poeta se llena
con el pasado de otros),
prefiere a diario vivir en el
esplendor de lo imposible.

En el piso del baño, una
tableta de aspirinas convive con
un frasco vacío de crema de afeitar,
y un libro de Herta Müller.
El más incómodo de los silencios es
el que pronuncian las batallas perdidas.

Baraja la idea de ir al bar de siempre,
y escuchar otra vez las deslucidas historias
de los mismos rostros febriles,
que visten de épica relatos absurdos.
Hombres como él, solitarios y desesperados.

Lo expulsaron del Edén por
degollar una orquídea.
Hoy transita un camino de baches
profundos y resacas que no saben mentir.
Levanta la tapa del inodoro y vomita el
cansancio de una existencia que lo aplasta.

Su cabeza parece a punto
de estallar, como si un ejército
de tigres rugieran al unísono.
Al oscuro hábito del alcoholismo no
lo descifra ni siquiera quien lo padece.

Cada lugar donde se reconoce
es como un espejo para él.
Siente como si caminara en el
borde de una telaraña, esperando
encontrar un hueco para saltar.

De su padre solo heredó un
bostezo, de su madre, el mal carácter.
Llegó tarde a episodios de su propia
existencia, y lo que queda de aquel que
supo ser se ahoga en aguas anóxicas.

Cada vez que logra salir del pozo,
parece buscar la forma de cavarse otro.
Pero es su pozo. Lleva años cavándolo.
Toda herida interior sale a
la superficie de alguna manera.

Enciende otro cigarrillo, mientras cae
en la cuenta que los últimos meses
son un hueco profundo en su vida.
Sus pesadillas son menos angustiantes
que su realidad cotidiana.

Agitó lo que sentía, como si
de una esfera de nieve se tratara,
buscando mirar las cosas desde otra
perspectiva. Todos los elementos que
daban vida a su pesimismo siguieron
apareciendo en el mismo lugar.

Hace tiempo que dejó su fe olvidada
en el fondo del bolsillo de un abrigo.
Su mundo es una pelota de
fútbol que nunca supo patear.
Es inmensa la escalera de la vida
cuando se la sube a trompicones.

Sabe más de lo aconsejable de
resacas corporales y metafísicas.
Un sinnúmero de decisiones culposas
giran delante de sus mejillas sonrosadas.
Acostarse a descansar junto al fuego de la melancolía
no es la mejor forma de pasar el invierno.

Huye del fuego con la certeza de quien lo
ha perdido casi todo, pero el incendio es interior.
El gorrión que habita en su cabeza
nunca supo aconsejarlo correctamente;
y su risa encarcelada siempre
hizo de la pérdida catástrofe.

Muchas son las noches en las que al
apoyar la cabeza en la almohada,
anhela despertar siendo otra persona.
A la mañana siguiente comprueba desilusionado
que no solamente él, sino, lo que es peor,
su equipaje kamikaze, siguen siendo los mismos.

Ocasionalmente, el niño que fue se
apodera de su garganta y vuelve a
gritar como antaño que es feliz.
Normalmente, el adulto de hoy utiliza la
misma garganta para ingerir de un
trago todo un vaso de tequila.

.....

Solo una araña, inadvertida en un rincón,
fue sin saberlo, testigo del momento
en que el poeta decidió contemplarse
de cerca y enfrentar de una vez
y para siempre su maldita adicción.

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